El día después
Me gustaría tomar prestada una imagen que usaron en un reciente podcast los intelectuales estadounidenses e israelíes Elana Stein-Hain, Yossi Klein-Halevi, y Donniel Hartman del Instituto Hartman: la metáfora del duelo de acuerdo al ritual judío. A poco más de una semana de las últimas elecciones legislativas en Israel, cuando ya se había configurado definitivamente el nuevo escenario, los tres compartieron su inicial sentimiento de duelo profundo, de perplejidad, su necesidad de permanecer en silencio durante el prudente período de tiempo que el ritual indica. Sin embargo, una vez pasados los días, y siempre en un sentido figurativo, el podcast los encontraba asumiendo la nueva realidad y pensando hacia el futuro: cómo seguir adelante. Como sucede ante las pérdidas más reales y próximas, la vida sigue su curso y las etapas del duelo en la tradición de Israel están pensadas para que los dolientes nos reincorporemos a ella. Ese fue el desafío que se plantearon los tres y del que me hago eco.
Paradójicamente, durante los primeros días posteriores a las elecciones mi mundo virtual, Twitter, se vio inundado por mensajes desde desgarrados y desgarradores a eufóricos y bravucones. Como si la aplastante derrota del campo “anti-Bibi” hubiera desatado las fuerzas más oscuras en un bando y en otro. Cosa que parece universal una vez que las ideologías se corren hacia los extremos. En contraste con el silencio abrumador al que aludían los académicos que cité más arriba, abrumador fue el alud de odio y reproches que presencié en las redes. Ni el silencio profundo ni el desborde del discurso, en definitiva, llevan a ningún lado. Los hechos son irreversibles. La democracia israelí no fue cuestionada; en todo caso, funcionó en su mejor versión: el que ganó, ganó. A nadie se le ocurrió interponer recurso alguno. La resistencia de los Netanyahu a abandonar la residencia oficial en Jerusalém hace veinte meses o las quejas de los vecinos de Bennet en Raanana fue lo peor de todo el período y en todo caso no fue más que una anécdota inofensiva.
No es de extrañar que tres figuras líderes de un “think-tank” norteamericano-israelí como el Instituto Hartman planteen, superado el primer momento, cómo seguir adelante: cómo vivir el duelo durante los próximos meses al tiempo de definir qué rol jugar en el nuevo escenario; después de todo, esa es su función, pensar. De más está decir mi identificación con su postura y sus desvelos. Desde mi más humilde lugar en cuanto a influencia y aportes, ese es el desafío.
Lo que sí me sorprendió es que un periodista tan prestigioso como incendiario, tan documentado como ideologizado como es Gideon Levi de Haaretz haya titulado, en su última columna de opinión, a Netanyahu como “la última esperanza de Israel”. No sólo tituló, un viejo recurso del periodismo; desarrolló su argumento con su demoledora lógica basada en su profundo conocimiento de la realidad. No hay nada nuevo en esto: es Levi puro y duro; lo que sí es nuevo es su verosimilitud, uno le cree. Porque por primera vez hemos podido leer a un Gideon Levi francamente asustado, preocupado, y despojado de todo cinismo. La derrota fue tal que hasta para quien odió y persiguió a Netanyahu como pocos, el próximo Primer Ministro es la gran esperanza del ciudadano sensato. Levi es uno de ellos.
Al mes de duelo se suceden los primeros once meses; una vez finalizados, colocada la matzeva, se cierra definitivamente el duelo y la vida sigue absolutamente normal. Es aquí donde la metáfora inicial pierde fuerza: entre la semana y el mes nos hemos hecho a la idea de que viviremos en un Israel diferente o a la sombra de un nuevo Israel, pero cuando haya pasado un año tal vez no podamos sellar el pasado ni mirar al futuro. Tal vez en un año estemos ante nuevas elecciones o alguna crisis de otro tipo de los cuales ni el pueblo judío ni Israel quedan inmunes jamás.
Quiero creer que en el próximo año, por lo menos, tal vez más, tenga que buscar el Israel que yo amo y me representa en lugares y momentos más recónditos, menos públicos, más selectivos. Estoy seguro, sin embargo, que podré encontrarlos. Que millones de israelíes y judíos como yo no renunciaremos a principios y valores que atesoramos aunque estos no encuentren expresión prevalente en las urnas de Israel. Ante el planteo de mis tres referentes sobre cómo seguir adelante, la respuesta está en ellos mismos: seguir poniendo los temas sobre la mesa, dando la discusión cuando haya oportunidad, y generando los espacios liberales y plurales posibles dentro de las reglas del juego.
Al mismo tiempo, como Gideon Levi, esperar con toda esperanza que la mejor versión de Bibi, la que él promovió en su autobiografía, encuentre la forma de neutralizar o controlar las fuerzas diabólicas que lo han vuelto a ungir. Si Levi puede manifestarse públicamente en ese sentido, cómo no podremos el resto de nosotros abrir una ventana de confianza. Todas las naciones, aun en sus desatinos o elecciones menos felices, deben aferrarse a una cierta esperanza, una cierta noción de sensatez. Hemos sido testigos de estos fenómenos en otros países. ¿Por qué no Israel? Después de todo, “es un país como todos”… o no.
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