31 de marzo de 1942, se decretó la expulsión de los judíos de España
Corría el mes de marzo de 1492, transcurridos apenas dos días de Pésaj, cuando los mensajeros reales llamaron a las puertas de Don Abraham Seneor y de Don Isaac Abrabanel con la orden del rey Fernando y la reina Isabel para presentarse en el Palacio de la Alhambra, en Granada. Dejando a sus familiares en plena festividad, ambos emprendieron la ardua jornada hacia aquella ciudad para cumplir la orden de los soberanos, preguntándose el motivo de tanta urgencia.
Al llegar a Granada, no tuvieron tiempo para admirar el palacio ya que fueron conducidos rápidamente a la estancia donde se encontraban los reyes en sus tronos, acompañados de varios dignatarios que les esperaban.
Entonces el rey Fernando habló primero: “Tenemos malas noticias para vosotros”, suspiró el soberano profundamente. La reina y yo junto con los dirigentes del Santo Oficio de la Inquisición, hemos decidido expulsar a todos los judíos del reino”.
Don Abraham y el Rabino Abrabanel se quedaron mudos. Su mente aún no estaba preparada para aceptar la nueva dificultad que tendría que sufrir su pueblo.
Don Isaac entonces imploró: “Vuestras majestades…..no puedo creer lo que mis oídos han escuchado. ¡Quisiera no haberlas oído nunca!
¿Por qué nos hacéis esto?
¿Por qué ordenáis que nosotros, vuestros leales súbditos judíos, abandonemos nuestra patria?
¿Acaso no estuvimos a vuestro lado y rezamos por vosotros?
Tened piedad os lo pido. Tened merced de mi pueblo, Israel. Os imploro reconsideréis vuestra decisión. Os suplico consideréis las pérdidas de la corona… en las ciencias, en el comercio, en la medicina, en la cartografía…”
El Rabi Abrabanel miró directamente a los ojos del rey Fernando y le dijo: “Si el dinero es el problema, la comunidad judía está dispuesta a dar a la corona una suma mas generosa. Vuestra majestad, en nombre de las comunidades judías que representamos, estamos dispuestos a reunir la suma de 300,000 ducados a cambio de la anulación de los planes de expulsión”
– ¿Es esa vuestra máxima oferta?, pregunto el rey.
– Puede ser negociada, su majestad –respondió Abraham Seneor, pero esa es una suma bastante razonable”.
Mientras, Fray Juan de Torquemada que estaba escuchando todo detrás de unas cortinas, salió de su escondite, y en un ataque de ira se arrancó el crucifijo que llevaba en su pecho y lo lanzó al aire, y mientras sostenía la cruz sobre su cabeza, se dirigió al rey Fernando y gritando le dijo: “¡Judas Iscariote traicionó a nuestro Señor por treinta monedas de plata, y ahora, vos lo vendéis nuevamente por 300,000 ducados? ¡Tomadlo y vendedlo a los judíos! mientras tiraba la cruz sobre la mesa…
Después de un largo silencio, Don Isaac Abrabanel y Abraham Seneor sin saber como proceder, observaron al rey en busca de algún indicio que les permitiera continuar con su caso. Entonces el monarca miró a la reina, quien le lanzó una mirada de reproche. Atrapado en ese dilema, el rey se limitó a ordenar: “Debemos pensar mejor este asunto, la corte se levanta”.
Apenas pasaron algunos días, todavía en Jol Hamoed de Pesaj, y nuevamente los enviados del palacio volvieron con un nuevo llamado de los reyes. El Salón de Embajadores en el Palacio de la Alhambra de Granada, se encontraba colmado de cortesanos, sacerdotes y guardias armados que caminaban de un lado a otro. Era evidente que algo importante estaba a punto de suceder. Entonces el rey dijo: “Don Abraham Seneor y Don Isaac Abrabanel; la reina y yo hemos tomado una decisión: los judíos serán expulsados.
¡Leed el edicto!”, ordenó el rey Fernando.
Luego de que la concurrencia escuchara el decreto definitivo de expulsión, el soberano se dirigió a los rabinos: “Puesto que sois los líderes de la comunidad judía, estoy seguro que deseáis decir algo al respecto. Por lo tanto, a uno de vosotros se os permitirá hablar libremente por última vez, sin ninguna restricción ni limitación. ¿Quién lo hará?”
Entonces Don Abraham le cedió la palabra a Don Isaac Abrabanel, quien expreso lo siguiente:
“No es grande el honor cuando a un judío se le pide suplicar por la seguridad de su pueblo, ya que es una desgracia mayor aun cuando el rey y la reina de Castilla y Aragón, y ciertamente de toda España, deben buscar la gloria en la expulsión de un pueblo indefenso.
¡Escuchad, oh, cielos! ¡Prestad oídos, rey y reina de España!
En nombre de mi pueblo, el de Israel, el elegido de DI-s, declaro a los judíos exentos de culpa; son inocentes de todos los crímenes contenidos en este abominable edicto. La injusticia y la transgresión la cargaréis vosotros. El indigno decreto que hoy proclamáis será vuestra caída. Y este año, en que creéis que será el de la gloria más grande de España, se convertirá en la ruina más grande de vuestra nación. Padecerán por siglos venideros el desbalance de fuerzas que habéis creado. Vuestros descendientes pagarán caro este error. Seréis una nación de analfabetos y con el paso del tiempo, España, que fuera grande alguna vez, será objeto de escarnio entre las naciones. España, la ignorante… ¡otrora poderosa! será el hazmerreír de las naciones¡¡ y la causa de vuestra caída, no será otra que sus venerados reyes católicos, Don Fernando y Doña Isabel, perseguidores de los judíos, creadores de la Inquisición y destructores de la mente española.
¡Escuchad, rey y reina de España! En este día os habéis sumado a la lista de los que hacen daño al pueblo de Israel. Si buscáis destruirnos, vuestros deseos se frustrarán, pues gobernantes más grandes y poderosos lo intentaron, pero han fracasado. Prosperaremos en tierras lejanas porque dondequiera que vayamos el
DI-s de Israel estará con nosotros. Y en cuanto a vosotros, Don Fernando y Doña Isabel, la mano del Todopoderoso castigará la arrogancia de vuestro corazón.
¡Ay de vosotros!
Por generaciones se contará una y otra vez que despiadada fue vuestra fe y qué ciega vuestra visión. Pero la valentía de nuestro pueblo, más que vuestros actos de odio y fanatismo, será recordada por siempre, al haber hecho frente al poder de la España Imperial por aferrarse a la herencia religiosa de sus mayores.
¡Expulsadnos! ¡Arrojadnos de esta tierra que tanto amamos como vosotros!
Pero os recordaremos cómo nuestros libros sagrados recuerdan a todos aquellos que desearon nuestro mal. Nosotros, los judíos, estaremos presentes cuando vuestros triunfos sean mencionados en las páginas de la historia… y el recuerdo de nuestros sufrimientos le causará más daño a vuestro nombre, que todo lo que esperáis hacernos a nosotros.
¡Os recordaremos a vosotros y a vuestro vil edicto de expulsión por siempre!”.
Y como escribiera Don Isaac Abrabanel, 300,000 soldados de Hashem, fueron expulsados de Sefarad, para continuar su camino en otras latitudes, a donde nos dirigiera el Todopoderoso.
Como dijera Mark Twain: “Los egipcios, los babilonios y los persas se levantaron; llenaron la tierra con ruido y esplendor, pero luego desaparecieron.
Los griegos y los romanos les siguieron, hicieron mucho ruido y se han ido. Otros pueblos han nacido y mantenido su antorcha durante algún tiempo, pero el fuego se extinguió y ahora se sientan en la penumbra o han desaparecido. Sin embargo, el judío los vio a todos ellos y es ahora lo que siempre fue, sin exhibir ninguna decadencia, sin achaques de edad ni debilitamiento de sus partes; y sin disminución de sus energías.
Todas las cosas son mortales excepto el judío. Todas las fuerzas pasan, pero este pueblo permanece.
¿Cuál será el secreto de su inmortalidad?
Por Eli Suli.
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