Parashat Reé: Los límites del dolor
Estas palabras han tenido una considerable historia dentro del judaísmo. La primera es la que inspiró la famosa declaración del Rabí Akiva: Amado es el hombre porque fue creado a Su imagen (la de Dios). Amado es Israel porque fueron llamados hijos del Eternamente Presente” (Avot 3: 14). La frase “no se corten” fue interpretada imaginativamente por los sabios debido a las divisiones dentro de la comunidad (Yevamot 14a). Una misma ciudad no debe tener dos o más cortes religiosas dando dictámenes distintos.
El sentido común de estos versículos, sin embargo, trata del comportamiento referente al período de duelo. Nos han ordenado no incurrir en rituales excesivos de dolor. Perder a un miembro cercano de la familia es una experiencia devastadora. Es como si también hubiera muerto una parte de uno mismo. No estar apenado está mal, es inhumano: el judaísmo no ordena una indiferencia estoica frente a la muerte. Pero hacer manifestaciones desmedidas de dolor – lacerar la piel, arrancarse los cabellos – también está mal. La Torá indica que no es comportamiento adecuado para un pueblo santo; se asocia con la modalidad de cultos idólatras. ¿Cómo y por qué es esto?
Otros pasajes del Tanaj insinúan el tipo de comportamiento que la Torá tiene in mente. Se manifiesta durante el encuentro de Elías y los profetas de Baal en el Monte Carmel. Elías los había desafiado a una prueba: que cada uno haga un sacrificio para ver quién puede traer el fuego del cielo. Los profetas de Baal aceptaron el desafío:
Entonces llamaron a Baal por su nombre desde la mañana hasta el mediodía. “¡Oh, Baal, contéstanos!” gritaron. Pero no hubo respuesta, nadie respondió. Bailaron alrededor del altar que habían construido. Elías comenzó a incitarlos. “¡Griten más fuerte!” dijo. “¡Sin duda que es un dios! Quizás esté sumido en sus pensamientos, o esté ocupado, o de viaje. A lo mejor duerme y deben despertarlo”. Entonces gritaron más fuertemente y se cortaron con espadas y lanzas, como era su costumbre, hasta que fluyó la sangre. (1 Reyes 18: 26-28)
Esto, naturalmente no era un ritual de duelo, pero nos da una imagen gráfica del rito de la autolaceración. Emil Durkheim nos proporciona una descripción de las costumbres funerarias de los aborígenes de Australia. Cuando se anuncia un fallecimiento, hombres y mujeres comienzan a correr agitadamente, aullando y llorando, cortándose con cuchillos y palos puntiagudos.
Pese a ese frenesí aparente, hay una serie precisa de reglas que ordenan el comportamiento, dependiendo de que el deudo sea hombre o mujer, y de su relación familiar con el difunto. “Entre los Warramuga, los que se cortaban los muslos eran el abuelo materno, el tío materno y el hermano de la esposa del difunto. Otros debían cortarse el bigote y el cabello y luego cubrir sus cabezas con arcilla”. Las mujeres laceraban sus cabezas y luego se aplicaban palos al rojo vivo para profundizar sus heridas (Emil Durkheim, Elementary Forms of the Religious Life, traducido por Karen Fields, Free Press, 1995, p. 392-406).
(Un ritual similar es realizado por algunos musulmanes en Ashura, el aniversario del martirio del imán Hussein, el nieto del profeta, en Karbala. La gente se flagela con cadenas o se corta con cuchillos hasta que fluya la sangre. Algunas autoridades chiitas se oponen fuertemente a estas prácticas.)
La Torá considera este comportamiento como incompatible con la kedushá, la santidad. Lo que es especialmente interesante es notar el proceso en dos etapas en el cual se detalla la ley. Aparece primero en Vaikrá/Levítico en el capítulo 21.
El Señor le dijo a Moshé, “Habla a los sacerdotes, a los hijos de Aarón, y diles: Un sacerdote no debe impurificarse por ninguno de su gente que muera, salvo por un pariente cercano…no deben afeitarse la cabeza ni los bordes de la barba ni cortar sus cuerpos. Deben ser santos ante Dios y no profanar el nombre de Dios.”(Lev. 21: 1-6)
Esto se aplica específicamente a los cohanim, los sacerdotes, debido a su santidad. En Deuteronomio se extiende a todo Israel (la diferencia entre ambos libros se debe a sus audiencias originales: en Levítico se detalla principalmente una serie de instrucciones para los sacerdotes, mientras que Moshé en Deuteronomio se dirige a todo el pueblo). La aplicación de las leyes de santidad de los sacerdotes a los israelitas comunes es parte de la democratización de la santidad que es central a la idea de la Torá de “un reino de sacerdotes”. La pregunta sin embargo se mantiene: ¿qué tienen que ver las restricciones en el comportamiento durante el duelo con ser “los hijos del Señor vuestro Dios”, un pueblo elegido y santo?
1) Ibn Ezra afirma que así como un padre puede producirle dolor a su hijo o hija pensando en su beneficio a largo plazo, así Dios a veces produce dolor – en este caso, duelo – que debemos aceptar confiadamente, sin demostraciones excesivas de pena.
2) Rambam sugiere que es nuestra creencia en la inmortalidad del alma la que nos debe inducir a no expresar el dolor en exceso. Aún así, tenemos el derecho de manifestar el duelo dentro de los parámetros de la ley judía, ya que aún cuando la muerte puede considerarse una partida, toda partida es dolorosa.
3) R. Ovadia Sforno y Chizkuni dijeron que al ser nosotros “hijos de Dios” nunca seremos totalmente huérfanos. Podremos perder a nuestros padres en la Tierra pero nunca a nuestro Padre último, de ahí el límite del dolor.
4) Rabbenu Meyujas sugiere que la realeza no se impurifica por medio de heridas que desfiguran (nivul). Por tal motivo Israel – hijos del Rey supremo – tampoco deben hacerlo.
Amén de la explicación que nos resulte más acertada, el principio en sí está claro. La visión de Maimónides respecto a la ley nos dice que “Cualquiera que no haga duelo por un muerto de la forma expuesta por los rabinos, es cruel (ajzari – quizás una mejor traducción sería -insensible-)” (Hiljot Avel 13: 12). Sin embargo, al mismo tiempo señala, “No se debe incurrir en duelo excesivo por un muerto, pues está dicho: -No llores por tu muerto ni te lamentes- (Jer. 22: 10), o sea, no llores en exceso, porque esa es el modo de ser del mundo, y el que se irrita por el modo de ser del mundo, es un tonto”. (ibid. 14: 11)
La halajá, la ley judía, trata de mantener un equilibrio entre el duelo excesivo y el insuficiente. Hay varias etapas del duelo: aninut (el tiempo que transcurre entre la muerte y el entierro), shiva (la semana de duelo), shloshim (treinta días en el caso de otros parientes) y shaná (un año para el caso de los padres). El judaísmo ordena una secuencia calibrada y precisa del duelo, desde el inicial, el momento paralizante de la pérdida en sí; el funeral y la vuelta al hogar; el período en que amigos y miembros de la comunidad reconfortan a los deudos; hasta el tiempo más prolongado en el que no se dedican a actividades alegres. Cuanto más estudiamos la psicología del deceso y las etapas por las que se transcurre hasta que el dolor por la pérdida se reduce, más sabias parecen las antiguas leyes y costumbres judías. Es así con los individuos, y es también así con el pueblo en su totalidad. Los judíos han sufrido persecuciones y tragedias, más que la mayoría de los pueblos. Nunca hemos olvidado esos momentos. Los recordamos en los días de ayuno – especialmente en Tishá be Av, con su literatura de lamentos, las kinot. Aún así, el poder de recuperación que en algunas instancias ha sido casi milagroso, nunca ha sido derrotado por el dolor. Un pasaje rabínico (Tofesta Sotá 15 10-15; ver también Baba Batra 60b) resume la versión dominante dentro del judaísmo:
Después de la caída del Segundo Templo, los ascetas se multiplicaron en Israel. No comían carne ni bebían vino…El Rabí Yoshua les dijo:”No lamentarse en absoluto es imposible, pues ha sido decretado. Pero lamentarse en exceso también es imposible.”
En esta época anti-tradicional, con toda su hostilidad al ritual y la preferencia de exponer públicamente la emoción privada (lo que Philip Rieff llamó, en los años sesenta, “el triunfo de lo terapéutico”), la idea de que el duelo tiene sus leyes y sus límites puede parecer extraño. Pero casi cualquiera que haya tenido la desgracia de perder un ser querido puede atestiguar sobre el profundo alivio que produce la observancia de las leyes de avelut (duelo).
La Torá y la tradición supìeron cómo honrar tanto a los fallecidos como a los seres vivos, manteniendo el delicado equilibrio entre el duelo y el consuelo, la pérdida de vida que nos produce dolor, y la reafirmación de la vida que nos da esperanza.
Traductor: Carlos Betesh
Editor: Ben-Tzion Spitz
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