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Diego Schwartzman: del bisabuelo que saltó del tren en el Holocausto al cruel diagnóstico médico

“Mucha gente me pregunta sobre mi estatura. ‘¿Cómo te afecta medir 1.70m como tenista profesional? ¿Qué crees que podrías haber hecho si fueras más alto?’ Mi respuesta es siempre la misma: tengo problemas peores que ser diez centímetros más bajo que todos los demás”.

Perspicaz, ágil y con la mente amplia como para observar toda la película y no solo la que alcanzaban sus ojos, Diego Schwartzman entendió, desde chico, que los obstáculos serían parte del camino y la búsqueda de soluciones dependería de su espíritu. La vida acomodada que la familia tenía en la Ciudad de Buenos Aires, cimentada en el comercio de indumentaria y bijouterie, se interrumpió abruptamente con la crisis de la década del 90.Los padres del Peque, literalmente, se fundieron. Diego, nacido en 1992, era el menor de cuatro hermanos. “Todos íbamos el colegio, todos queríamos hacer un deporte. Entonces, mi vieja [Silvana] me acompañaba a los torneos y para ganar algo de plata y poder viajar, hasta vendía pulseras de goma que habían quedado en el negocio familiar. Mi viejo [Ricardo] también se mataba laburando”, le contó Schwartzman, hace unos años, a LA NACION. Claro que muchas veces no pudo viajar a los torneos juniors por el interior del país: escaseaban los recursos económicos y tampoco estaba entre los apoyados por la Asociación Argentina de Tenis. “Ayudaban a los primeros tres o cuatro; yo estaba más atrás”.

Fue a los 13 años cuando Schwartzman comenzó a volar por el tenis, en cuenta gotas, por el continente. Colombia, Perú, Ecuador, Venezuela. Casi siempre solo. “Lloraba en el avión. Quería estar con mi familia. Pero jugar esos eventos fue parte de mi viaje, de mi evolución. Y sé que esos tiempos difíciles me ayudaron a ser un mejor competidor”, relató el argentino, en atptour.com. También tenía 13 años cuando un médico diagnosticó que nunca crecería más de 1.70m. El doctor no se confundió (tiene esa altura), pero el problema fue lo que ese análisis llevó a creer. Hoy Silvana rememora aquel momento, ante LA NACION: “Le decían que era buen jugador, pero que con esa altura no iba a poder llegar a la elite. Pero para mí sí iba a llegar. Yo soy muy naturista y no le quería hacer ningún tratamiento de crecimiento. Me daba miedo. Esa es la diferencia de Diego con Messi, por ejemplo. Soy enemiga de los tratamientos. Siempre estuve segura de que iba a llegar. Y él, en su interior, también. Diego no se hizo ningún tratamiento, nada. Si llegaba sería por sus condiciones. Y con mi marido le dijimos que iba a tener que esforzarse más que otros compañeros y eso fue lo que hizo”.

“Sé que a mis padres les dije que la altura no significa mucho. Pero en aquel entonces estaba devastado. No sabía lo que iba a poder hacer bien en mi vida si el médico tenía razón. No sabía si aún quería jugar al tenis”, confesó el actual 14° del mundo, recordando aquellos tiempos en los que los rivales le “sacaban tres cabezas”. Diego siguió adelante. A los 15-16 años comenzó a recibir ayuda privada para poder viajar y competir. Nunca fue de los juniors nacionales más destacados. De hecho, el único Grand Slam de la categoría que jugó fue el US Open 2010 y perdió en la primera ronda. Desde Nueva York, Diego le envió un mensaje a su familia. “No sé lo que estoy haciendo acá”, fueron las palabras.

Pese a la angustia no dejó de confiar en él mismo. Maduró, se desarrolló, se convirtió en profesional y continuó dando pasos, hasta que un día de 2014 se encontró dentro del Top 100, en febrero de 2017 se transformó en Top 50 y, lejos de conformarse, fue por más hasta quedar, en junio de 2018, a un escalón del Top 10 (11°). La lucha de sus padres por sobreponerse a los golpes de un país siempre inestable fueron una lección que transfirió a su manera de encarar las acciones en su carrera. Se rodeó de gente capaz y no escatimó en esfuerzos.

Tampoco perdió de vista sus orígenes. “Tengo raíces judías y mi bisabuelo del lado de mi madre, que vivía en Polonia, fue llevado en un tren a un campo de concentración durante el Holocausto”, narró Diego en atptour.com. Y prosiguió, con crudeza: “El acoplamiento que conectaba dos de los vagones del tren se rompió. Parte del tren continuó y el otro se quedó atrás. Eso permitió que los atrapados adentro, incluido mi bisabuelo, corrieran por sus vidas sin ser descubiertos. Solo pensar en eso me hace dar cuenta de cómo las vidas pueden cambiar en un instante”. Silvana, emocionada, amplía: “La sangre nuestra, la de mi vieja, la de mi abuelo, viene del Holocausto.

Mi abuelo fue Abraham Tuchsznaider. Esa historia de cómo salvó su vida lo marcó a Diego. Mi abuelo saltó del tren con tres amigos y siguieron siendo amigos toda la vida, vinieron todos juntos a Argentina. Amaba Villa Crespo, era agradecido de la vida desde el día que llegó y prestaba plata y todo lo que tenía. Falleció en 1983, antes de que naciera Andrés, mi primer hijo.

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Mi abuelo tuvo cuatro mujeres, entre ellas Chiche, mi mamá, con la fuerza de él. Y nosotros heredamos su fuerza”.

“Mi bisabuelo trajo a su familia en barco a Argentina. Cuando llegaron, hablaban yiddish y no español. La familia de mi padre era de Rusia y también vino a Argentina en barco -añadió Schwartzman-. No fue fácil para ellos cambiar sus vidas después de la guerra, pero lo hicieron. Por eso me considero un afortunado. Todos tienen una historia. No soy el único que se ha enfrentado a la adversidad. Se trata de no dejar que los momentos difíciles te desanimen y usarlos como motivación”.

Vaya si Schwartzman se potenció en medio de dificultades. Quince años después de que auguraran que su altura sería un obstáculo para alcanzar la elite del circuito de tenis, la vida lo encuentra a pocos puntos del Top 10 y por jugar los cuartos de final de Roland Garros [este martes, frente al austríaco Dominic Thiem, tercer favorito en París]. Diego tenía razón, claro: hay problemas mucho peores que ser algunos centímetros más bajo que los demás.

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Fuente: La Nación

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