Volver al dolor primero
Pero en nuestra esperanzada humanidad elegimos creer que será en muchos, muchos años…. y habrá una vida feliz en el medio y esa vida será fructífera…. Lamentablemente, en más ocasiones de las que nos gustaría eso no es así.
La vida es un milagro a cada instante. Para bien, o no, usualmente no estamos tan conscientes de lo que nos pasa en esto milagroso que tiene el vivir. Probablemente en el momento en el que algo nos atraviesa de manera inesperada y dolorosa es cuando somos más conscientes por la pérdida de lo que teníamos. Aunque no siempre, nadie está libre de que le pase.
Mucho menos cuando lo que nos llega tiene que ver con la muerte.
Es una señora impostora en la vida de todos y siempre fuera de lugar. Es políticamente incorrecta. Y si hablamos de lo no correcto es por definición injusta. Entonces nos viene a nuestro auxilio el pesado salvavidas de que hay culpables de lo que nos pasa, de esa pérdida de nuestro ser querido, de eso que nos duele y nos enfrenta con la impotencia, la zozobra y la sin razón. Y es que en algunos casos efectivamente hay culpables.
Una vez que la muerte tocó a nuestra puerta, nunca más seremos los de antes. Nos molesta la idea, interpela nuestros saberes. Desafía nuestro instinto de supervivencia. Confronta las dos caras de la moneda disolviendo los bordes y oscurece el futuro. Mientras la chispa que habita en cada uno lucha, grita, gime por ser mantenida encendida. El ritmo biológico nos llama a vivir. El alma indudablemente errante ante tal realidad está confundida y se siente lejana del deseo vital.
Si la muerte ha sido producto de la enfermedad, o de muchas otras circunstancias, sin importar la edad de la persona que partió, de todas maneras siempre nos parecerá injusta…. Siempre habrá una parte en nosotros que clamará por la ambulancia que debió llegar antes, por el remedio que no fue el adecuado, el profesional que no supo qué hacer, interminables razones que claman justicia. Cuánto más difícil si la muerte fue producto de un accidente, y más aún si ese hecho fue un atentado. Un brutal asesinato. Un acto homicida y cruel. Lo traumático rompe los límites de lo que ya parecía imposible de sobrepasar y arrasa con todo. Nada queda en pie. Nadie deja de ser salpicado.
A esta altura del texto usted debe estar diciendo qué más podría empeorar la situación. Bien sabemos los argentinos que todavía puede ser peor. Por ejemplo, que el asesino esté libre, que se pasee por delante de nuestras narices con la impunidad de la que gozaban los dioses griegos capaces de decidir sobre la vida y la muerte de los seres humanos. Ellos tenían el privilegio, de revertir lo que a los mortales nos es imposible, volver a tener vida una vez que la perdimos. En estos casos la muerte es seca, árida. Imperativa. Brutal. De por sí nos masacra los sueños. Interrumpe la existencia.
24 años después la bomba que desintegró la Amia sigue estallando en nuestros corazones. Es un infarto que no acaba.
Quienes sobrevivimos a estos hechos ya sea como sociedad o como familiares, cargamos el pesado fantasma de la culpa que crece porque no se hace justicia. Una justicia que sabemos siempre sabrá a poco, pero que en definitiva nos permitiría remendar el alma, o al menos acercarnos a eso. Tienen los familiares el derecho que le cabe a todo persona el poder intentarlo, sabiendo que el responsable está donde debe estar. La muerte nos excede.
La justicia no debería a no ser que como una segunda muerte se transforme en su contrario. Un crimen no sancionado es un muerto no enterrado. Es necesario olvidar para recordar. Olvidar el crimen para recordar la vida. Obligatorio continuar, emparchados, dañados, heridos pero seguir para recordar a los que se fueron.
Tal como están las cosas se impone recordar la injusticia. Se requiere justicia para poder homenajear de pleno al ser querido. Nos oprime la burla de un sistema que en su proceder nos hace partícipes de la muerte. ¿Quién puede reposar bajo el manto de la paz si como dice el texto de Hamlet… “algo huele mal en Dinamarca”? Y si huele mal es porque el criminal está suelto. Y el delito no tuvo castigo. Y si huele mal es porque la justicia de los hombres ha extraviado su balanza.
Le dor va dor, de generación en generación heredaremos esas vidas truncadas sin que ellos puedan evitarlo, sin que nosotros podamos entenderlo.
La muerte no tiene entendimiento que alcance. Los homicidios menos aún. Y aquellos que están sin la debida sanción son los robados del jardín de los inocentes y por ende los más nefastos.
Es nuestro deber humano recordar para la vida.
Debemos saber que la búsqueda de justicia no tiene fecha de vencimiento. Los crímenes no se vencen y los criminales nunca serán los suficientemente castigados. Aún así, cada pieza del nefasto engranaje debería de ser juzgada tarde o temprano. Es la opción más incierta pero no por eso menos válida. Y hasta que se tenga un bálsamo que alivie, los deudos seguirán dolientes, con la herida sin cicatrizar. Y regresarán contra todos sus deseos a ver sangrar la herida como si la situación clamara volver al dolor primero que en definitiva es el mismo de siempre. Los dolores son atemporales y es nuestra tarea aprender a convivir con ellos. Siempre es un buen atenuante para la fragilidad humana que las bestias estén tras las rejas. Es lo mínimo que dignamente podemos esperar.
Rodrigo Reynoso, Licenciado en Psicología
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