¿Qué me van a hablar de Amor?

El texto bíblico desborda de preceptos, y el amor no es ajeno a ellos. La Torá condensa el mandato de amar en tres sujetos, y punto. Supongo que nuestros avezados lectores ya se habrán imaginado tal vez a uno o a dos de ellos.
Indudablemente el amor a Dios aparece como uno de esos mandamientos. Es casi obvio. Un llamado tan esperable como difícil de precisar. ¿Qué será amar a Dios? Quizás una manera creativa -y a la vez integral- de entenderlo sea precisamente fijar nuestra atención en los otros dos casos en los que se nos comanda semejante actitud.

El segundo de los sujetos a ser amado (probablemente también adivinado por varios lectores) es el del prójimo. La máxima de la Torá que afirma “ama a tu prójimo como a ti mismo” se nos ofrece así como una especie de prueba de amor -pero no del prójimo- sino del amor a Dios. Propondría la siguiente ecuación: todo aquel que presume de su amor al Creador pero no comparte esa emoción con sus prójimos carece de amor por el primero. Es una condición absolutamente necesaria: no se puede proclamar el amor a lo divino eximiéndose del amor a nuestros semejantes.

Pero he aquí que la tradición hebrea, experta como pocas en la sensación de “extranjeridad”, avanza otro pasito, y pone delante de nosotros un precepto más sobre el amor: el que hay que profesarle a los extranjeros… Es claro, tener un cierto afecto por aquellos que son prójimos o semejantes, no conlleva un gran desafío. El reto consiste entonces en poder desplegar un trato similar a quienes son esencialmente distintos, a quienes nos resultan extraños, o extranjeros.

Aquella ecuación suma así un nuevo planteo: tal vez el amor a Dios sea el resultado exacto de la suma entre el amor al prójimo y el amor al extranjero.
Por si fuera poco ese tango empieza diciendo: “Yo he vivido dando tumbos, rodando por el mundo y haciéndome el destino”.  Y ayer fue el día del inmigrante…

Fuente:La Voz del Interior