El poder de la simplicidad
Había un joven allí, proveniente de un pueblo, quien había llegado para los Días de Reverencia a la sinagoga de Ba’al Shem Tov. No tenía ninguna educación y estuvo todo el tiempo mirando el rostro del cantor sin decir nada. Ya que vivía en un pueblo, conocía los sonidos de todos los diferentes animales de una granja, y estimaba especialmente el canto del gallo.
Cuando oyó el llanto y el clamor, su corazón también estaba destrozado y gritó en voz alta, “¡Quiquiriquí! D-os, ten piedad!â€
Los fieles en la sinagoga se confundieron al oír una voz cantando como un gallo, y unos cuantos le reprendieron diciéndole que se callara y lo hubiesen sacado si no hubiese protestado, “Yo soy también un judíoâ€. En ese momento, la voz del Ba’al Shem Tov seguida por la de los discípulos penetró la confusión y se apuraron para terminar la plegaria de Ne’ila. La cara del Ba’al Shem Tov brilló, y con una melodía especial, se inició la repetición de la Amidá para la plegaria de Ne’ila.
Al terminar Iom Kipur, el Ba’al Shem Tov le relató a sus discípulos que se había presentado una acusación en el Cielo, ya que la fiscalía trataba de que una comunidad en particular fuese sentenciada a ser destruida. Al tratar él de lograr piedad Divina para la comunidad, se le acusó de animar a los judíos a establecerse en pueblos y lugares alejados donde podían ser influenciados por sus vecinos gentiles.
Cuando empezó a examinar el comportamiento de los pobladores, vio que la situación era muy grave.
Sin embargo, de repente el sonido del gallo del joven pueblerino fue oído en el Cielo, y su sinceridad trajo gran placer Arriba, anulando todas las acusaciones.
(Igrot Kodesh Admor Haraiatz, vol. 4, p. 314)
Fuente: eschabad.org
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