El conmovedor relato del sobreviviente Bernardo Hirsch
Podría relatar nuestra estadía en el bosque convertido en un temporal ghetto a la espera de la deportación bajo la inclemencia del tiempo y sometidos a la brutalidad de los soldados alemanes.
O el traslado a Auschwitz, hacinados en los vagones de carga en condiciones infrahumanas. El estremecimiento y la repugnancia al percibir el olor a carne quemada cuando bajamos del tren sin saber de dónde provenía, pero sí imaginando las cosas más espantosas.
Sintetizar la vida en el campo, si a eso se lo puede llamar vida, acosados por el hambre y esa sensación indescriptible que sólo quien la ha sufrido puede entenderla o verse acosado por la muerte que deja de ser algo etéreo para convertirse en una presencia acuciante que ronda sin descanso entre los prisioneros, también escapa a este espacio.
Prefiero compartir la sensación de desgarro que me acompaña desde aquellos nefastos días durante las noches, y que es la que tal vez me resulte más difícil transmitir.
Cuando llegamos a Auschwitz, luego de un largo viaje (compartiendo con más de un centenar de deportados por vagón, entre los que había enfermos, niños fallecidos y ancianos moribundos) nos formaron para una primera selección. Primero nos separaron a mi padre, a mi hermano y a mí, de mi hermana y de mi cuñada a quienes no volvería a ver.
Luego llegaría el momento de seleccionar a los que eran aptos para los trabajos forzados de aquellos que por su edad o por su estado físico no lo eran. Mi padre fue elegido para ese segundo grupo. Su tierna mirada de ojos claros se clavó en los míos en una eterna despedida. No pudimos contener las lágrimas. El posiblemente intuía su destino, yo comenzaba a sufrir su ausencia. Saqué un trozo de pan que traía en uno de mis bolsillos y se lo extendí, cuando lo tomó, su temblorosa mano se aferró a la mía. Nunca más lo volví a ver.
* Este texto fue escrito para el libro Identidad
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