¿Qué opina el judaísmo acerca de la pena de muerte?
El rabino Jeremy Kalmanofsky enfrenta este dilema en su responsa, aprobada por unanimidad en 2013, acerca de si un judío puede participar en un juicio capital. Quien lea la Torá notará que la pena de muerte está muy presente en ella (Maimónides enumera 36 causales, desde asesinato y secuestro hasta males sociales, éticos o aun rituales como adulterio, idolatría o la transgresión del Shabat). La tradición rabínica, por su parte, intenta evitarla a toda costa, llegando a plantear que un Sanedrín que ejecuta una vez cada setenta años se llama sanguinario. Sin embargo, Rabán Shimon ben Gamaliel dice, en Mishná Makot, que una actitud tan permisiva solo crearía asesinos: la sociedad debe defenderse de los criminales, la ley no puede ser tan blanda.
Para evitar las ejecuciones, el Talmud establece la prohibición de aceptar evidencia circunstancial contra un acusado. Que un testigo lo vea persiguiendo a la víctima y luego con la espada ensangrentada en la mano junto al cadáver apuñalado, no es suficiente evidencia (Sanedrín 37b). Maimónides explica por qué la pena máxima requiere la evidencia más estricta: “Si la Torá permitiera la pena capital en casos basados incluso en una conjetura tan probable como la mencionada, en el próximo caso decidiríamos basándonos en una conjetura un poco menos probable; y así hasta que podríamos ejecutar basados nada más que en la imaginación y la opinión del juez. Podríamos absolver al culpable, pero si condenamos por conjeturas, podríamos ejecutar al inocente.
Y sería mejor absolver a mil criminales que matar a un solo inocente”. (Sefer HaMitzvot)
¿Sirve la pena de muerte? ¿Es eficaz como disuasivo del delito? La amenaza de muerte podría impedir que un ladrón armado dispare, pero no calmar a un cónyuge enfurecido o a un psicópata. Y no siempre el miedo a la muerte es más disuasivo que la amenaza de cadena perpetua. En los Estados Unidos, algunos estados con pena de muerte tienen tasas de homicidio más altas que los estados que no la aplican. Entre los miembros de la OCDE, solo Estados Unidos y Japón practican la pena capital. En 2007, Estados Unidos tuvo la segunda tasa de homicidios más alta del grupo detrás de México, que no tiene pena capital. Y Japón tenía la tasa más baja. Claramente no hay estudios concluyentes en ningún sentido.
Hay dos argumentos principales a favor de la pena capital. El primero se basa en el deber de toda sociedad de responder drásticamente a los crímenes más brutales, pues el perpetrador habría perdido el derecho a vivir. Esta es la posición que esgrime la Torá (Bereshit 9:6) y la de Immanuel Kant (Philosophy of Law): “Quien cometió un asesinato debe morir”. El estado de Israel, como heredero de la tradición judía, no ha construido la ley sobre este argumento, salvo el caso sui generis de Adolf Eichmann – la única persona ejecutada tras un juicio civil en Israel, en virtud de una ley de 1950 específicamente escrita para asesinos de la Shoá. Los nazis no sentaron precedente para los delincuentes comunes, aunque podría ser para terroristas y otros asesinos en masa.
El segundo argumento se basa en las consecuencias de los actos. Bajo este enfoque, el castigo capital está justificado porque toda sociedad moral debe controlar el crimen imponiendo castigos ejemplares para disuadir a delincuentes potenciales. No emplear la pena capital solo fomentaría el crimen.
En palabras de la Torá: “Y todo Israel lo oirá y temerá, y no volverá a haber semejante maldad en medio de ti” (Deut. 21:21 y otros).
En contra de la pena capital podemos citar una de las enseñanzas más famosas en la literatura rabínica: que cada vida humana es tan valiosa como el mundo entero, por lo que matar a una persona equivale a destruir el mundo (Sanhedrin 4: 5). Es lo que los jueces debían decir a los testigos para imprimir un sano temor al Cielo y que no olvidasen las consecuencias catastróficas de un error o un fraude. El Talmud argumenta por el valor infinito de la vida, no solo la de la víctima, sino también la del asesino.
No es razonable cometer un homicidio como castigo por otro homicidio. Incluso los asesinos siguen siendo seres humanos cuyas vidas merecen protección.
El segundo argumento es la falibilidad de la justicia humana. La pena de muerte contemporánea es una medida innecesariamente sangrienta, aplicada de manera inconsistente y, con demasiada frecuencia, esgrimida contra reos injustamente condenados. Aun en casos de países democráticos, podría haber algún sesgo de discriminación racial, defensa poco adecuada o dificultades para apelar, que imprimirían al caso más injusticia que justicia. El temor de Maimónides está justificado.
En base a estos y muchos otros antecedentes, el Comité de Ley de la Asamblea Rabínica del movimiento Masortí afirmó en 1960 su oposición a la pena de muerte estableciendo que solo D´s tiene derecho a quitar la vida. La resolución afirma que cuando el Estado se permite quitar la vida, demuestra a los criminales que también ellos pueden hacerlo. La eliminación de la pena capital ayuda a establecer un clima en el que la vida es sagrada. “El sentido de la santidad de la vida necesita reforzarse en nuestro tiempo y será quizás la mayor contribución para disuadir el crimen y la violencia avanzando en el dirección de una justicia más humana”. Una resolución de 1999 de la Asamblea Rabínica propone la abolición de la pena de muerte en aquellos países en los que se aplica. La reverencia por la vida de nuestra tradición religiosa debería contribuir a la cultura moral oponiéndose a la pena capital.
La responsa Kalmanofsky concluye que, a pesar de todo, no hay motivo halájico para negarse a participar como juez, fiscal, jurado, policía o testigo en juicios capitales. Porque es una obligación ciudadana y porque si todos los objetores se abstuviesen, solo participarían en dichos juicios personas favorables a la pena capital, lo que no haría más que aumentar las ejecuciones.
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