¿Qué fue lo que aprendí en Auschwitz?
Yo no quería ir a Polonia. Ya había visto, leído y estudiado suficiente sobre la Shoá. Viajar implicaba someterme a un sufrimiento inútil, era un masoquismo que solo beneficiaría al Estado polaco, el cual ganaría inmerecidamente el dinero de mis impuestos.
Lo único que contenía de alguna manera mi angustia era la conciencia de que a quienes pasaron la guerra, nadie les preguntó si podrían soportarlo: mi actitud era infantil y egoísta. Por otra parte, mis hijas me decían que es algo que hay que hacer una vez en la vida; y que si lo haces, nada mejor que hacerlo con Jessica Landes, experta en Shoá de una sensibilidad exquisita.
Partimos nuestra travesía junto a veinte personas maravillosas con las que inmediatamente nos hicimos hermanos. La primera sorpresa fue que Polonia es un lindo país. Me lo habían dicho, pero me resistía a creerlo. La Travesía, planificada hasta el más mínimo detalle, nos llevó por los casi mil años de judaísmo polaco, comenzando a principios del siglo XIV con la invitación del rey Casimiro III y su poco común promesa de protegerlos de los ataques violentos y otorgarles derecho a trabajar y libertad religiosa.
Leyendo documentos y relatos de cada época, fuimos avanzando y acompañando el crecimiento y la evolución de las comunidades judías de ciudades como Varsovia, Lublin y Cracovia y de un shtetl como Ticktin. Visitamos los guetos medievales, vimos edificios idénticos a las fotos o dibujos disponibles. Visitamos el cementerio judío de Varsovia analizando los diferentes estilos de vida judía en las distintas épocas y visitando tumbas de personajes que dejaron huella en el mundo judío. Rezamos en sus sinagogas, cantamos, dijimos kadish, recordamos y revivimos juderías, dando vida a sus personajes y a sus comunidades.
Inevitablemente, el seguimiento de tanta creatividad judía nos llevó a la Shoá. Acompañados siempre de los relatos de sobrevivientes, fuimos repasando los sentimientos y acciones, temores y esperanzas que afloraron en cada lugar que pisábamos. Y fuimos entendiendo sus mecanismos psicológicos, comprendiendo que los seres humanos analizamos la realidad basándonos en las experiencias pasadas y es tremendamente difícil prever lo
inédito, lo totalmente desconocido. Las personas caminamos hacia un futuro que no podemos ver hasta que ya es pasado, pues es el pasado lo único que nos es dado conocer. Avanzamos por la vida como quien camina de espaldas: solo vemos el camino recorrido, pero no lo que vendrá.
En nuestra travesía, acompañamos a los 2500 habitantes de Ticktin en su tránsito desde la alegría de la vida cotidiana hasta las fosas donde cayeron fusilados, en un bosque cuya belleza casi parecía una burla. Visitamos campos de trabajo, de concentración y de exterminio como Maidanek, Auschwitz, Birkenau y Treblinka, fábricas de muerte diseñadas con macabros criterios de eficiencia. En cada uno rezamos, dijimos kadish, honrando la vida y la memoria. Y estuvimos también en la sinagoga Nozik de Varsovia y en el JCC de Cracovia, donde almorzamos con jóvenes entusiastas que están revitalizando el judaísmo polaco.
Pero una pregunta comenzó a rondarme con persistencia. Si nuestro desafío como judíos es crecer y aprender de todas nuestras experiencias por negativas que sean, ¿qué podemos aprender de la Shoá? ¿Qué debemos aprender de la Shoá?
Una aclaración: la pregunta no implica intencionalidad. No estoy sugiriendo ni por un instante que vamos a ser mejores personas “gracias a la Shoá”. De ninguna manera. Pero una vez que esto sucedió, ¿cómo podemos capitalizar la experiencia? Creo que no solo los judíos debemos hacer este esfuerzo: la Shoá debe ser una lección para la humanidad.
Al salir de Auschwitz, al entrar en Treblinka, al caminar por las calles de lo que fue el gueto de Varsovia, lo primero que aprendemos es acerca de los alcances de la maldad humana. ¿Cómo es posible que alguien en su sano juicio (porque si algo debemos entender es que la Shoá no la hicieron locos ni extraterrestres: eran seres humanos en su sano juicio) sea capaz de tanta crueldad, tanto sadismo, tanta imaginación y creatividad para dañar? Esa es la primera lección que me llevo de Auschwitz: decir que el Hombre es el lobo del Hombre es no hacerles justicia a los lobos. Saber de lo que somos capaces debería impulsarnos a andar con mucho cuidado por la vida.
Y acá viene la segunda lección: después de Auschwitz deberíamos ser muy cautelosos con cada sentimiento de xenofobia, prejuicio, desconfianza, odio o resentimiento, por mínimo que fuese, hacia cualquier ser humano. Porque sabemos hacía dónde pueden llevarnos, ahora sabemos de lo que somos capaces.
Hubo actos maravillosos de valentía, altruismo, generosidad y resistencia. En nuestra Travesía, junto con escuchar los testimonios escritos por sobrevivientes, tuvimos el privilegio de conversar con Janusz Kowalski, un justo entre las naciones que, con solo nueve años, ayudó a sus padres a esconder a una familia judía y que luego, como comandante del ejército, se preocupó de preservar los restos de Treblinka como museo. También esta es una enseñanza. Hasta en los momentos más duros el ser humano puede mantener un reservorio de amor, de piedad, de empatía. Ese es quizás el mejor equipaje que podemos cargar en nuestras mochilas. Son las cosas que nos devuelven la fe en la humanidad.
Un midrash nos enseña que D’s duda antes de crear al ser humano. Sabe que será un ser complejo y contradictorio, con una infinita capacidad de amar y de odiar, de construir y de destruir. D’s lo crea solamente por los justos que descenderán de él. “Si lo creo”, dice D’s, “habrá personas malvadas en el mundo. Pero si no lo creo, ¿cómo va a haber personas buenas?” (Bereshit Rabá 8:9). Por eso, cada vez que hacemos el bien estamos justificando la creación de todos los seres humanos. El midrash nos asigna una tremenda responsabilidad.
No solo los judíos deberíamos viajar a Auschwitz al menos una vez en la vida. Cada persona debería hacerlo para fortalecer la esperanza de que ese horror no vuelva a ocurrir. Como humanidad, tenemos mucho que aprender en Auschwitz.
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