En busca de la sinagoga perdida (y prohibida) de Beirut
El pasado mes de septiembre estuve visitando la capital del Líbano, Beirut, una ciudad bella y radiante. Esta urbe antaño cosmopolita tiene un aire indiscutiblemente mediterráneo y oriental, árabe y tenuemente europea. Nunca perdió el sabor del mestizaje y el cruce de culturas que la caracterizaron durante siglos. En ella convivieron pacíficamente cristianos, árabes y judíos durante siglos hasta que después de la fundación de Israel, allá por el año 1948, los Estados árabes se unieron en una suerte de santa cruzada para destruir el nuevo hogar de los hebreos. Luego comenzaron las expulsiones de miles de judíos, casi un millón según datos oficiales, en una veintena de países árabes, incluido el Líbano. Se calcula que de los 25.000 judíos que vivían en Beirut hoy apenas quedan algo menos de cien, pero, ni que decir tiene, son invisibles y apenas se tienen noticias de los mismos, viven ocultos, como en las catacumbas los primeros cristianos.
En Beirut hay noticia y están bien señalizadas casi todas las iglesias y mezquitas de la ciudad, pero no ocurre así con la única sinagoga que queda en pie en la capital libanesa. La sinagoga Maghen Abraham no aparece en los mapas, no es enseñada en las visitas organizadas por los guías locales y oficialmente no existe. Tampoco es oportuno preguntar acerca de la misma a nadie porque, simplemente, no existe, como ya he dicho. Además, si preguntas por ese lugar seguramente pasarás a engrosar la lista de sospechosos de los activos servicios de seguridad libaneses -tutelados por la larga y siniestra mano del régimen de Damasco- y lo más seguro es que tendrás problemas. También es una sinagoga sin rabino, los oficios religiosos están prohibidos para la comunidad judía desde hace años.
Encontré noticias acerca de la sinagoga Maghen Abraham en Google y la ubiqué muy cerca del centro histórico, a apenas unos centenares de metros de la alcaldía de la ciudad. Pero la zona, como si estuviéramos en el Planeta de los Simios, se encontraba en una zona prohibida custodiada por la policía día y noche sin que se pueda acceder a la misma sin un permiso especial. Beirut es una ciudad altamente militarizada después una serie de atentados que desestabilizaron el país tras la guerra civil libanesa (1975-1990) y una serie de misteriosos asesinatos, entre ellos el de su primer ministro, Rafif Hariri, en el año 2005. La responsabilidad de esos luctuosos hechos apunta claramente a Siria. Los rastros de esa cruenta guerra civil todavía son visibles en numerosos edificios de la ciudad y la tensión entre los distintos bandos, también. En Beirut reina una calma chicha desde hace una veintena de años y todo el mundo sabe en esta ciudad, en la que ahora reina la paz y se reconstruyen los edificios, que la guerra es una contingencia no deseada pero que puede llegar en cualquier momento.
Una vez señalado el lugar en el mapa, decidí encaminarme hacia allá y pasé uno de los primeros controles de la policía aprovechando que el vigilante estaba haciendo lo que hacen la mayoría de los soldados jóvenes de todo el mundo: chatear a través de sus teléfonos móviles o jugar a ininteligibles juegos. Por la zona, obviamente no había nadie, aunque me extrañe que pasarán dos motos muy cerca de mí en una ocasión. Llegué al recinto, cerrado a cal y canto, y tomé mis primeras fotos de la sinagoga prohibida. Conocedor de que la zona podía ser delicada y que podría acarrear problemas haber osado entrar allá, me dirigí caminando hacia una iglesia que se divisaba a lo lejos y decidí alejarme sin correr del lugar.
Sin embargo, muy pronto comprendí que algo iba mal. A unos diez metros de mí vi acercarse a un soldado con una metralleta en su mano derecha y una radio pegada a su oído y sujetada por la mano izquierda. Me dio el alto, me colocó a un rincón de una calle y de inmediato llegaron otros cuatro policías, vestidos de paisanos, en unas motos. Eran las motos que pasaron, creo adivinar, cuando estaba tomando las fotos de la sinagoga. Así comenzó toda una peripecia casi interminable.
Me pidieron los documentos y me hicieron enseñar todos los materiales de mis cámaras. Por supuesto, las fotos de la sinagoga y otras fueron borradas, al tiempo que mostraron su extrañeza por las fotos tomadas por mí en el cementerio judío de Beirut el día anterior. Mis documentos personales y todos mi enseres fueron minuciosamente examinados. Pero ahí no terminó todo. Me montaron en una moto y me solicitaron, sin perder las formas pero a la vez demostrando quien tenía la sartén por el mango, que les mostrara el camino que había seguido hasta llegar allí y visitar, aunque fueran sólo sus exteriores, la sinagoga. Allí llegamos hasta el puesto donde se encontraba el soldado despistado que no interrumpió mi camino. El broncazo que le echó el oficial o el que estaba mando del asunto fue monumental, pero lo más sorprendente es que el soldado empezó a gritarme a mí en árabe y yo me vi dentro de una trifulca en esa lengua sin entender nada ni entenderlos a ellos lo que decían. La situación tenía un punto de tragicomedia pero tenía miedo porque estaba solo y nadie sabía que desde hacía unos minutos, que se me hicieron interminables, había sido detenido por la policía libanesa. Cualquier cosa me podía pasar en esas circunstancias.
Desde el control policial me llevaron en la moto a una comisaría libanesa muy cercana a ese lugar, donde un oficial de rango superior creí entender y que sabía bien inglés me interrogó durante casi una hora. Me preguntaron si era judío, si tenías relaciones con Israel, el motivo de mi viaje a Beirut y por qué visitaba lugares que tenían alguna relación con la cultura hebrea. Traté de responder como pude al interrogatorio y sin levantar sospechas, dando a entender que era un viaje meramente turístico y que escribía sobre viajes para una revista española, lo cual es cierto. El oficial miró mi cuaderno de notas y, ¡epa!, encontró la palabra Beirut en una breve nota que había escrito hacía unos días. Me exigió traducirla y lo hice casi literalmente. Por suerte, era un texto ingenuo y sospecho poco “peligroso” para el oficial. El tipo, que sin ser amable tampoco era grosero, llamó otra vez a los oficiales de las motos y les ordenó que me llevaron al lugar donde me detuvieron inicialmente.
Al abandonar ese lugar donde me había dejado el motorista, observé a un lado de calle a un tipo con jeans y camiseta gris que estaba hablando por celular y me miró de arriba a abajo haciéndome una buena radiografía. Le habían informado de mí y comenzó a seguirme sin intentar levantar sospechas. Al cabo de un rato, miré para atrás y no estaba allí, pero se encontraba en la acera de enfrente como haciendo que hablaba a través de su celular. ¿O estaba realmente hablando e informando de mis movimientos? Los dos sabíamos a qué estábamos jugando. El me seguía, porque era su trabajo, mientras yo era el perseguido. Entonces comprendí que lo mejor para evitar más problemas era volver al hotel y dejar las aventuras para tiempos mejores. Así terminó mi viaje a Beirut sin más problemas. Espero que este breve relato sirva para que los vayan a viajar hasta Beirut no se aventuren a acercarse hasta la sinagoga si no quieren sufrir inesperadas y desagradables experiencias. Por cierto, al parecer la sinagoga ha sido recientemente rehabilitada por las autoridades de la ciudad con el apoyo del grupo integrista antiisraelí Hezboláh.
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