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Se cumplen 110 años del nacimiento de Simon Wiesenthal

Wiesenthal nació el 31 de diciembre de 1908, hace 110 años, en Buczacz, Galicia, que en ese entonces era parte del Imperio Austro-Húngaro y en la actualidad integra el territorio ucraniano. Estudió, se casó con Cyla en 1936 y durante años desarrolló una vida profesional exitosa. La Primera Guerra Mundial había dejado severas secuelas en su familia. Su padre había muerto en el frente. Pero la Segunda Guerra Mundial arrasó con su grupo familiar y su pueblo. Entre él y su esposa perdieron 98 parientes en esos seis años.

Simon y Cyla fueron enviados al campo de concentración de Janowska. Simon permanecería allí varios años; entre otros trabajos esclavos lo destinaron a la sección de trenes, para aprovechar sus conocimientos previos. Eso le permitió también pasar información a la resistencia polaca de las redes ferroviarias y de diversos cargamentos. De esa manera consiguió que su esposa pudiera ser ayudada para salir del lager.

En 1943, el comandante del Campo de Janowska decidió festejar el cumpleaños de Hitler a lo grande. Como cumplía 54 años se le ocurrió que podía ser una gran idea fusilar a 54 intelectuales judíos en su honor. Los nazis de Janowska habían sido tan eficaces en su tarea que debieron traer intelectuales de los campos de concentración de los alrededores para llegar a ese número. Uno de esos fue Wiesenthal.

A los 54 los obligaron a desnudarse y a pararse, uno al lado del otro, en el borde de una larga fosa recién cavada (muy probablemente por las mismas víctimas). De a una comenzaron las ejecuciones. Por la espalda, con un tiro en la nuca. El sonido torvo del disparo seguido del estruendo de la carne de los cuerpos chocándose entre sí en el fondo de la fosa. El azar o el arbitrio de algún oficial nazi había ubicado a Wiesenthal entre los últimos de la larga fila. Cuando faltaba poco para su turno, escuchó a alguien vociferar su nombre. Le sonó como un rugido salvador. Un superior gritaba “¡Simon Wiesenthal, SImon WIesenthal!”. Él se identificó. Con desgano le señalaron la pila de ropa para que volviera a vestirse. Eligió los zapatos mejor conservados (en los lagers el que no tenía buen calzado estaba sentenciado a muerte) y pantalones y camisas menos harapientos que las que había traído. Quien lo tenía a cargo en el otro campo de concentración había pedido por él. Pero la clemencia no era un buen argumento en esos tiempos. Con ingenio, había convencido a sus superiores que Wiesenthal era el más capacitado para pintar un gran óleo en honor al cumpleaños 54 del Führer. Una vez más, Simon había salvado su vida de manera providencial.

Wiesenthal pasó por otros cuatro campos de concentración hasta el fin de la guerra. También fue uno de los pocos que sobrevivió a una marcha de la muerte, como se les llamó a esas inhumanas y desesperadas fugas hacia la nada con la que los nazis intentaban ocultar sus crímenes ante la inevitable llegada de los Aliados.

En mayo de 1945, casi cuatro años después de su arribo a un campo de concentración, Wiesenthal junto a sus compañeros de cautiverio fue liberado por el ingreso de las tropas norteamericanas a Mauthasen.

Ese hombre, que pesaba sólo 44 kilos, al que le habían amputado parte de su pie derecho, que había perdido a toda su familia, se fijó dos objetivos y se dispuso a cumplirlos de inmediato. Por un lado, deseaba el reencuentro con su esposa Cyla, con la que tuvieron una hija al año siguiente y siguieron casados durante sesenta años más; por el otro, dedicó todos sus esfuerzos a identificar y perseguir a los criminales nazis que habían provocado once millones de muertes (aunque en ese momento todavía no se conociera el número, ya en esos meses de 1945 el mundo afrontaba la magnitud de la tragedia).

Décadas después cuando le preguntaban de dónde sacó fuerzas para comenzar de inmediato con su tarea, respondía: “En mi ciudad antes de comenzar la guerra había 150 mil judíos; en 1945 sólo quedaban 150 con vida. Siempre pensé que todo en la vida tiene precio, entonces haber sobrevivido también lo tiene. Y el mío es el de ser el representante de los que han muerto, de los que fueron asesinados”.

En los campos de concentración había hecho uso de cada escaso trozo de papel que podía encontrar. Una fibra ínfima de algo que había sido un lápiz era su mayor tesoro. Con eso escribía el nombre de cada uno de los verdugos que se cruzaba. El resto lo haría su memoria prodigiosa. Con esos retazos escondidos en su cuerpo y con los nombres memorizados empezó la tarea a la que dedicaría el resto de su vida. A las tres semanas de su liberación, todavía endeble, comenzó a colaborar con las autoridades norteamericanas en la recopilación de información de los criminales nazis. Llegó a asistir en la investigación de los juicios de Nüremberg.

Junto a Cyla se radicaron en Linz, Austria. A pocas cuadras de su casa vivía la familia de Adolf Eichmann. El burócrata alemán que con su eficiencia en el manejo de la red de trenes nazis y en la provisión de prisioneros y cautivos a los distintos campos se convirtió en una obsesión para Wiesenthal. Vigiló a su familia durante años, interceptó correspondencia, concurrió al entierro del padre de Eichmann y le sacó fotos al hermano para que los investigadores tuvieron un modelo en su búsqueda. Aportó distintas pruebas y cuando Eichmann fue llevado a Israel por agentes israelíes para ser juzgado, Wiesenthal se arrogó los méritos de su captura; hasta publicó su primer libro, titulado Perseguí a Eichmanan, un mes antes del comienzo del juicio en Jerusalén. Los agentes israelíes desmintieron que Wiesenthal hubiera sido clave en el hallazgo del criminal nazi. Este caso, en el que Wiesenthal exageró su participación, le otorgó visibilidad en un momento difícil.

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Y gracias a eso consiguió el financiamiento para abrir su segundo centro de investigación. Sin embargo, más allá de las inexactitudes que él propagó, se debe reconocer que el primero en manifestar la importancia de Eichmann en el entramado nazi, en no permitir que su nombre se esfume de las listas de buscados y en rastrearlo en Argentina, fue Wiesenthal.

Luego de Nüremberg y de los primeros años de posguerra, ya con una oficina instalada en Austria convertida en un copioso centro de documentación de las atrocidades y de sus responsables, Wiesenthal debió afrontar otro problema. La euforia inicial había pasado y la incomodidad y el silencio parecía que habían ganado la batalla. Varios asesinos, algunos escondidos, otros paseando impúdicamente por sus ciudades, no eran llamados para pagar por su responsabilidades ante la justicia. Estados Unidos y Alemania parecían haber perdido el deseo de seguir juzgando a los nazis.

Wiesenthal asumió que esa era su tarea: la de no dejar apagar el fuego de la justicia, mantener las puertas de los tribunales abiertas. Persistió contra los inconvenientes y contra el clima de época. Sus sensaciones y sus principales actitudes se pueden resumir en el título de sus dos libros autobiográficos de mayor éxito. Los asesinos entre nosotros se llamaba el primero. Ese sensación, ese título que describía una realidad era lo que él combatía. Pero no lo movía un espíritu de revancha sino una búsqueda de castigo para los culpables. Tal como titula sus segundas memorias: Justicia, no venganza.

Si con Eichmann su participación no resultó tan decisiva como él enunciaba, sí lo fueron sus investigaciones y acciones para que fueran descubiertos más de un centenar de criminales nazis. Uno de ellos fue Franz Stangl, el comandante de la máquina más brutal de muerte jamás creada por el hombre: Treblinka (un libro imprescindible: Desde aquella oscuridad, las conversaciones de Gitta Sereny con Stangl); otros: Gustav Wagner (antiguo comandante de Sobibor), Hermine Brausteiner- Ryan (la yegua de Maidanek, que asesinaba a sus víctimas a patadas), Karl Silberbauer (el jefe de policía encargado de apresar a la familia de Anna Frank), y fue fundamental en el hallazgo y extradición de Josef Schwammberger encontrado a mediados de los ochenta en Argentina.

Mantuvo con altibajos sus centros de documentación durante décadas. Después del de Linz abrió uno en Viena gracias a la repercusión del caso Eichmann y en los ochenta con su nombre se inauguró otro en Los Ángeles.
Su vida pública no estuvo exenta de polémicas. Sus libros autobiográficos están llenos de imprecisiones y falsedades. Algunas de las páginas se contradicen entre sí. Fue acusado en numerosas ocasiones de mitómano. Sus biógrafos han comprobado que muchas veces le agregaba épica a su relato personal y agrandaba su participación en los hechos. Sin embargo sus logros en la búsqueda de justicia y de que no fueran olvidados los crímenes no se ven oscurecidos ni desvalorizados por estos avatares. Su labor en esta cuestión fue de vital importancia.

Su participación en la vida pública austríaca también provocó cruces públicos y polémicas. En 1971 ante la asunción del canciller de origen socialista, Bruno Kreisky, denunció que cuatro de los miembros del nuevo gabinete, ministros provenientes del otro partido de la coalición, habían sido nazis. Pero la gran polémica se debió a su defensa de Kurt Waldheim, quien primero fue Secretario de Naciones Unidas y luego en 1986 se presentó a elecciones en Austria. Wiesenthal declaró que Waldheim no tenía nada de qué arrepentirse en su pasado y que nada había surgido de las investigaciones. Waldheim había afirmado que él se había mantenido prescindente en la época de la guerra. Las acusaciones, en tiempos electorales, volaban de una lado para otro. Simon siempre defendió a Waldheim. Pero unos años después se probó que el nuevo gobernante austríaco había participado del ejército alemán y había integrado las SS entre 1941 y 1942. Esa cuestión, muchos sostienen, fue la que impidió que recibiera el Premio Nobel de la Paz (aunque fue condecorado por muchos gobiernos y por las instituciones más prestigiosas).

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Que, para mayor indignación de Wiesenthal, unos pocos años después cayó en manos de un viejo enemigo suyo, Elie Wiesel, quien escribió el notable libro La Noche. La mayor discusión que mantuvieron ambos fue porque Wiesel quería referirse sólo a los seis millones de judíos asesinados y Simon hablaba de once millones de personas, agregaba a los restantes cinco millones. Wiesel temía que mencionando el total de víctimas con los años fuera olvidada la agresión contra el pueblo judío.

Más allá de las polémicas, Simon Wiesenthal fue una figura de vital importancia en la búsqueda de justicia y en mantener viva la memoria. Lo desvelaba la conservación de la memoria y honrar a los muertos en manos nazis. La lucha de Wiesenthal contra la impunidad llegó casi hasta el final de sus días. Se retiró en el 2003, dos años antes de morir a los 96 años. En esa oportunidad dijo: “Ya hice mi tarea. Los sobreviví a todos ellos. Si queda alguno ya está demasiado viejo y débil para enfrentar a los jueces”.

Era cierto: había hecho el trabajo. Ese trabajo que se propuso cuando sufría las peores vejaciones, cuando comer diariamente era una utopía, cuando no sabía si al día siguiente podría levantarse, cuando a su alrededor las personas, cotidiana y rutinariamente, morían sin razón alguna. Su fe, su terquedad, su dolor y su obstinación lo hicieron posible.

Ya en la vejez Simon Wiesenthal le explicitó a un periodista cuál había sido su principal motor: “Soy un hombre religioso y creo en la vida en el más allá. Cuando lleguemos allí después de nuestra muerte y nos encontremos con los millones de judíos asesinados en los campos de concentración y nos pregunten qué hacíamos en la tierra, alguno responderán: -Yo era joyero.

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Vendía anillos, pulseras, relojes-. Otros dirán: -Yo contrabandeaba café y cigarrillos americanos-. Algunos contestarán: -Yo construía casas-. Pero en mi caso les diré: -Yo nunca los olvidé-.

Fuente: Infobae

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