La Torá, el hombre y los derechos humanos
Diez de diciembre de 1948; día en que la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó por primera vez el cuerpo normativo que luego pasaría a ser conocido como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH). En ella, se establecieron por primera vez las pautas que darían forma a un régimen de derechos igualitarios para todos los seres humanos al proclamar: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
A pesar de que para muchos fue esta la primera vez que tan sublime afirmación emergiera a la superficie social, estos conceptos ya habían hecho eco milenios atrás; su existencia había estado solamente solapada dentro de las páginas de la historia, tal y como lo explicara uno de los principales autores de la DUDH, y Premio Nobel de la Paz, el mundialmente reconocido profesor y jurista René S. Cassin. Cassin escribió, en un artículo titulado “De los diez mandamientos a los derechos del hombre” que “desde el mismo día en que la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue adoptada por las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948, el mundo no podía dejar de compararla a los Diez Mandamientos”.
Igualdad. La Torá —comúnmente conocida como el Viejo Testamento— había establecido tiempo atrás el argumento máximo que serviría luego de fundamento para el desarrollo de nuestro sistema legal y, en general, de todo el derecho occidental: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Génesis, 1:26).
De acuerdo con la interpretación común o clásica de la tradición oral hebrea, “el hecho de que Dios creara a un solo hombre tenía por fin demostrarnos que todos los hombres son hermanos, y para que nadie pudiera decir a otro: mi padre era superior al tuyo” (Talmud de Babilonia, Tratado de Sanedrín, 37a).
De aquí se derivan dos puntos fundamentales que no pueden pasar desapercibidos. El primero, el elemento de santidad inherente a la vida de toda persona que otorga el judaísmo; y el segundo, la condición de igualdad de cada uno frente a su hermano. Las repercusiones de tan sublime idea tendrían un impacto difícil de cuantificar, en especial para un momento histórico en donde la ley no era más que un sinónimo de atropello, venganza y opresión. Tal propuesta aseveró de manera irreversible el bastión contra la desigualdad: el derecho de todas las personas a ser respetadas y valoradas, a tener una vida digna. Un derecho que se abría paso como una realidad que no puede ser omitida y que se configura en toda persona, en el simple hecho de existir.
La premisa de “santidad” de la vida otorga un valor universal e imperecedero que proporcionaría luego la justificación perfecta para poder tutelar el resto de derechos, empezando, y en especial, por el derecho a la vida, que nuestros legisladores no olvidaron en nuestra constitución cuando consignaron: “La vida humana es inviolable” (artículo 21 de la Constitución Política de Costa Rica).
Mas evidencias del principio de igualdad en la Torá se expresan en la celebración del año nuevo judío, o Rosh Hashaná, día que corresponde, según el judaísmo, con la creación del Hombre. Hombre como género y especie, y no como raza; Hombre como conjunto, y no como individuo. El año nuevo judío celebra el día en que fue creada la humanidad como una sola entidad y no como un grupo determinado.
Esta percepción marcó sin duda un hito en el desarrollo de la sociedad. La DUDH no es entonces la simple materialización de pensamientos e ideas novedosas que procuraron responder a una realidad histórica hasta entonces desigual, sino más bien el clímax de un proceso de adaptación normativo que por fin dio frutos. El inicio del principio de igualdad nace con la creación del hombre; con la DUDH, nuestra toma de conciencia de ello.
por Andrés Steinberg Wien
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