La dura columna de opinión sobre la muerte de Alberto Nisman publicada en The New York Times
En unos días se cumple el quinto aniversario de la muerte misteriosa del fiscal argentino Alberto Nisman. Y a la fecha no se sabe qué ocurrió. Su muerte —para algunos un suicidio, para otros un asesinato— se avivó con el estreno del documental de Netflix El fiscal, la presidenta y el espía, una serie de seis capítulos que desentraña con paciencia uno de los casos sin resolver más paradigmáticos de la Argentina. Y, con el documental, los argentinos han confirmado un viejo temor: no habrá justicia para las víctimas del ataque terrorista contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), el atentado de 1994 que era investigado por Nisman, ni sabremos la verdad detrás de la muerte del fiscal.
En el ataque terrorista contra la AMIA murieron 85 personas y sucedió en la misma ciudad, Buenos Aires, en la que solo dos años antes un atentado contra la embajada de Israel dejó un saldo de 22 víctimas fatales. La muerte de Nisman ocurrió en 2015, unos días antes de que el fiscal presentara ante el congreso una denuncia que advertía que la entonces presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, estaba encubriendo las investigaciones de la AMIA a cambio de firmar un acuerdo comercial con Irán. Fernández de Kirchner, ahora vicepresidenta, aún tiene juicio pendiente por esa acusación. Pero los casos de fondo, el ataque al centro comunitario judío y la muerte del fiscal que lo investigaba, permanecen sin esclarecer.
En estos años, se han revelado impericias, corrupción y atropellos en las investigaciones del ataque contra la AMIA y la muerte del fiscal. El resultado ha sido la impunidad. En conjunto, estos casos han dejado un retrato nada halagador de la justicia argentina: ineficaz, con una sombría influencia de los servicios de inteligencia heredados de la dictadura y profundamente contaminada por los intereses políticos de los presidentes en turno, quienes han cambiado las versiones según su conveniencia.
En el documental del británico Justin Webster, Diana Wassner, esposa de una de las víctimas de la AMIA, dice: “La verdad es que no sabemos nada de la causa AMIA. Nada”. A 26 años de lo ocurrido, esas palabras resultan desesperanzadoras. Con destreza narrativa, el documental va armando un rompecabezas caótico: mentiras repetidas, distorsiones, imputaciones paralelas e intrigas del servicio secreto que han echado sombra sobre uno de los atentados terroristas más grandes de América Latina.
Años después de que la investigación de la causa AMIA se había iniciado, se dio a conocer un escándalo de corrupción: el juez federal Juan José Galeano —designado por el entonces presidente Carlos Menem— fue despojado de sus deberes porque se descubrió que pagaba sobornos por testimonios para respaldar sus tesis. A siete años de iniciada la investigación, el único acusado en el caso era el mismo juez que lo investigaba. Cuando Nisman se hizo cargo de las investigaciones, en 2004, el escenario era adverso: había pasado mucho tiempo y la investigación estaba comprometida por manipulaciones de testigos y declaraciones falsas. Aún así, logró establecer los vínculos entre funcionarios del gobierno iraní y miembros de Hezbollah que podrían estar involucrados con el atentado. Acaso uno de sus mayores logros es que estos sospechosos estén fichados —hasta hoy— por la Interpol.
El fiscal, la presidenta y el espía tiene momentos reveladores. Webster logró extensas entrevistas con una de las figuras clave tanto de la muerte de Nisman como del atentado contra la AMIA, “Jaime” Stiuso, un hombre misterioso y elusivo que estuvo a cargo del servicio de inteligencia argentino durante más de cuarenta años. La verdad parece estar detrás de su enigmática sonrisa: ayudó a Nisman con la investigación pero al final lo abandonó.
Pero el mar de fondo es la consabida promiscuidad de la justicia argentina con el ejecutivo. Desde Carlos Menem —quien era presidente en 1994— a sucesivos mandatarios, de Fernández de Kirchner a Mauricio Macri, todos contribuyeron a politizar ambos casos. Para Cristina, al principio, Nisman se había suicidado, después dudó y hoy dice creer que fue asesinado. Cuando Macri llegó a la Casa Rosada, en diciembre de 2015, la investigación penduló del suicidio al claro asesinato.
En la Argentina hay una serie de crímenes emblemáticos que quedan sin respuesta para siempre, misterios que alimentan el macabro folclore argentino. Entre ellos están el accidente del helicóptero en el que murió el hijo del expresidente Menem, el robo de las manos de Juan Domingo Perón de su tumba, el asesinato en 1997 del fotógrafo José Luis Cabezas, supuestamente ordenado porque expuso la cara hasta entonces desconocida de Alfredo Yabrán, un empresario importante asociado con el poder y quien después apareció muerto.
El más grave de esos casos sin respuesta es el ataque en contra de la AMIA, perdido en un laberinto de tropiezos judiciales y polarización. Pero tanto la muerte de Nisman como las acusaciones que rodean al atentado han concentrado la fascinación nacional.
El nuevo presidente de la Argentina, Alberto Fernández, quien también aparece en el documental, dijo que le “gustaría saber qué pasó con Nisman” y su ministra de Seguridad anunció que tiene la intención de revisar el peritaje de la muerte del fiscal. Lo mismo tendría que suceder con la causa AMIA.
Hay, sin embargo, una falla de origen que debe ser resuelta: la justicia argentina sigue siendo vulnerable a la presión política. Mientras eso continúe, las familias de las víctimas del atentado y de Nisman no sabrán la verdad.
Fernández, quien tampoco está exento del interés en manipular la causa —después de todo es su vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, a quien Nisman acusó de obstruir la justicia— tiene una oportunidad invaluable en los siguientes años: reformar la justicia para garantizar su profesionalismo e independencia para que no vuelvan a quedar impunes crímenes atroces como el de la AMIA.
Escrita por Sylvia Colombo para The New York Times. Colombo es corresponsal en América Latina del diario Folha de São Paulo.
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