El asesino de sí mismo
Cinco años después, lo único confirmado acerca del caso Nisman es que el fiscal está muerto. Así son las cosas en un país en el cual la justicia no existe, las investigaciones se embarran de manera perversa y la verdad es ahogada una y otra vez en las cloacas del poder político y sus adyacencias. ¿Cómo murió Alberto Nisman?
En principio circulan dos respuestas. Según una fue asesinado, según la otra se suicidó. De acuerdo con la especialidad argentina en convertir cualquier tema en excusa para un enfrentamiento irreconciliable durante el cual el fin siempre justifica los medios y cualquier medio vale, las dos hipótesis se basan en creencias, ideologías, intereses facciosos, sucesivas malas praxis judiciales, periciales y mediáticas, o directamente en la ignorancia, antes que en pruebas irrefutables. Y mientras todo eso sucede, Alberto Nisman, y lo que su figura vino a representar, muere una y otra vez, en cada oportunidad a través de manos diferentes.
Vemos todos los días la velocidad con que se resuelven crímenes cuando urge hacerlo por cuestiones electorales, presión social y mediática o internas político-policiales. En días u horas se encuentra a los criminales o a los perejiles que funcionan como tales. Nada de esa eficiencia se exhibió en el caso del fiscal. Hubiese sido peligroso e inconveniente. Quizá resolver la muerte de Nisman habría significado un punto sin retorno en la configuración de la política y la Justicia argentinas, un mezclar y dar de nuevo, con cartas desinfectadas, no adulteradas. Hubiera obligado a buena parte de la sociedad a despertar de su letargo imperdonable, a salir del confort de sus creencias e idolatrías, de su desinterés por la verdad acerca de por qué las cosas son como son en nuestro país. Y eso a nadie le conviene en la mesa de este juego siniestro.
Por lo demás la muerte no natural, la muerte a destiempo y por las vías más horrorosas, se ha naturalizado de tal manera en la sociedad argentina que la vida no vale nada, cualquier excusa (en todos los niveles sociales, económicos, culturales y políticos) justifica o condona la supresión de una existencia y cualquier razón, cualquier fanatismo, lleva a concluir que “por algo fue”. Abundan los subterfugios para convertir a la víctima en culpable. Otra especialidad de la casa, a nivel público y privado. Fuese lo que haya sido en su vida pública o íntima, Alberto Nisman no debía morir del modo en que murió. Es inmoral y de una bajeza incalificable declararlo culpable de su propia muerte. Y acaso la cumbre de esa inmoralidad, de esa cobardía tan criolla de no llamar a las cosas por su nombre, es la novedosa suposición del “suicidio inducido”.
Según esta neoteoría, el fiscal sería el asesino de sí mismo. Aparece el culpable y zafan todos. No importa quién lo indujo, ni cómo ni por qué, no importa dónde están esos autores intelectuales, no importa a quiénes benefició entonces y beneficia hoy el autoasesinato, no importa quiénes medran económica, mediática y políticamente con él. Después de todo, es apenas una vida, y por estos lares una vida no vale nada. Una vez eliminada, se convierte en alimento para diversas y numerosas especies de caranchos.
Cinco años después, en una sociedad sin justicia y que sufre un prolongado apagón moral, lo único confirmado acerca del caso Nisman es que el fiscal está muerto.
O, digámoslo con todas las letras, asesinado. Si lo hicieron otros, estos gozan de un anonimato seguro y de una flagrante libertad e impunidad, al igual que sus mandantes. Y si no, el propio Nisman fue la mano ejecutora del crimen tan funcional y oportuno para quienes lo indujeron.
Nuestro país debería declarar al tero como su ave nacional, en lugar del hornero (condecorado con el título en 1928). Honraría a la inveterada costumbre de poner el huevo en un lugar y cantar en otro. En el caso Nisman, mientras se inventan hipótesis absurdas, se avivan enfrentamientos facciosos y se favorecen especulaciones fantasiosas (el canto), la justicia sigue faltando a su cita y la verdad y la vida valen cada vez menos (el huevo). Menos, incluso, que la moneda, que no vale nada.
Por Sergio Sinay para Perfil
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