El plazo no caduca cuando la “Memoria” es imprescindible
Hace setenta y cinco años el ejército rojo traspasó el límite del infierno y entró al campo del complejo Auschwitz- Birkenau.
Estiro la mirada en la distancia, camino debajo de un cartel cuya inscripción dice que el trabajo te hará libre, “ARBEI MACHT FREI”, en alemán y entro en el aparente silencio unánime de un vasto territorio cercado por una alambrada de púa.
Regreso buscando en un tiempo histórico de setenta y cinco años a personas que no conocí, me trae el recuerdo y la esperanza de la silueta pequeña, delgada de mi abuela parada de perfil, discando un número largo en un aparato de teléfono negro apoyado sobre una mesa que también sostenía una serie de retratos antiguos y un candelabro de siete brazos.
En aquel entonces de mi inocencia, mis abuelos me parecían nacidos como de la generación espontánea de la naturaleza. No había ser conocido que los precediera.
Eran sólo ellos o ellos solos y luego nosotros, su descendencia.
Durante la juventud no pregunté por sus familias de origen, dónde habían vivido su niñez o habían hecho el liceo. El acento de ambos y la dificultad de mi abuelo Moisés para pronunciar el español descartaban la sospecha de que fueran argentinos.
Rozando la adultez me preocupé por el pasado de los dos como una deuda pendiente.
Una bandada sobrevuela este campo hasta posarse en una de las barracas vetustas, un viento suave aligera la opresión que siento. A mi alrededor no hay más que un pasado ominoso presente en la memoria.
Hoy es veintisiete de Enero de dos mil veinte, paradójicamente el sitio se muestra apacible y sin hedores pero hay millares de zapatos, brochas de afeitar, toneladas de cabello humano y anteojos sin dueño detrás de las vitrinas que hablan por sí solos.
Las joyas y el dinero no, porque se enviaban a Berlín.
Hay voces incautadas en las grietas de los muros que susurran y gimen. Hay ojos desorbitados y cuerpos esqueléticos que intentan rozarme mientras recorro, hay familiares que no conocí y quizás me estén llamando.
Se moría por cámara de gas, por hambre, por enfermedades, torturas, experimentos médicos y el estremecedor terror a que los nazis los sometían diariamente después de darles una bienvenida cruel cuando descendían de los trenes de hacinamiento.
No puedo evitar la conmoción ni las lágrimas, no se puede escapar de aquel horror gravitando en el presente, no hay eufemismo ni relativización posible. Las voces aturden este silencio total y claman el juicio de la historia universal.
Dicen que el 27 de Enero de 1945, cerca de las 15 hs de una tarde muy fría los soldados rusos entraron desprevenidos de lo que iban a encontrar, que nadie imaginaba ese infierno de Dante en la tierra polaca. Imagino a aquellos soldados como mesías andrajosos, heridos y debilitados cumpliendo la liberación de quienes deambulaban su entorno fantasmal al borde de la vida pero ellos, los tuyos, los míos, no estaban abuela.
Tendré que seguir buscándolos.
Por Gabriela Fernández Rosman para Radio Jai.
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