Grimoldi: El zapatero argentino que ayudó a una familia a escapar del nazismo
Alberto Grimoldi, inició su comercio en 1895 fabricando calzado en Argentina; una empresa que al día de hoy tiene un gran reconocimiento nacional. Sin embargo, la heroica historia detrás de su fundador hubiese quedado en el olvido de no ser por Liselotte Leiser de Nesviginsky, quien decidió hacerla pública hace un par de años.
La señora, que al momento de contar su historia en el 2013 tenía 94 años, nació en Berlín. Allí, su familia era dueña de una importante cadena de zapaterías llamada “Leiser” que contaba con treinta y cinco sucursales.
Cuenta, que en 1933 (año en el que Hitler asciende el poder) se dio el primer encuentro con Alberto Grimoldi, quien había viajado a Alemania para aprender de los Leiser aquello relacionado con la atención al cliente, la venta de calzado al público y la comercialización de producto.
Ese mismo año, la empresa fue “arianizada”. La familia se vio obligada a asociarse con una persona no judía para poder seguir en funcionamiento en manos “arias”. Posteriormente, en noviembre de 1938 se produjo la, Kristallnacht, la noche de los cristales rotos. En la cual los comercios de los Leiser junto con sinagogas y otros locales de judíos fueron vandalizados, marcando el inicio de ataques permanentes cada vez más duros sumados a persecuciones de todo tipo.
“Yo asistía a un liceo de señoritas hasta que a la edad de catorce años fui notificada por una profesora diciéndome, con una sonrisa entre cínica y fría, pero también como una alerta de lo que se venía, que debía buscar inmediatamente otro lugar ya que por ser judía no podría continuar estudiando en ese liceo.”
La situación empeoró al punto que la familia decidió mudarse a Holanda buscando un lugar más seguro y tranquilo. Liselotte recuerda como fueron desnudados por los SS en la aduana para comprobar que no llevasen joyas escondidas antes de abordar el avión de Lufthansa que los llevaría a su nuevo hogar temporal. Allí la familia poseía otra cadena de calzado llamada Huff, que, aunque no era del tamaño de la alemana era de igual importancia y prestigio.
Pero la calma no fue duradera. En 1940, Holanda cayó a manos de los Nazis. Para evitar la perdida de los negocios en Ámsterdam, se llevó a cabo una operación comercial ficticia en la que Grimoldi se hacía cargo de la empresa prometiendo devolverla terminada la guerra. La familia también le envió dinero confiando en que lo devolvería en el futuro.
“Mis padres decidieron asumir el riesgo y, así, aferrarse a la promesa de ese hombre que, en un mundo que se les caía encima, les generaba confianza. A veces en la vida hay que dar un espacio a los valores permanentes de la condición humana.”
Un día a las 6 de la mañana Liselotte estaba parada en la puerta de su casa tras haber salido a bailar la noche anterior cuando llegó la Gestapo. Las fuerzas alemanas, no llevaron a la familia a las cámaras de gas debido a que poco antes, a cambio de una gran suma de dinero, habían adquirido pasaportes costarricenses que terminaron por salvarles la vida. Fueron trasladados primero a un enorme colegio donde los hicieron dormir en el piso en condiciones muy precarias, y luego al campo de concentración Westerbork.
“(…) dormíamos en barracas ruinosas y fuimos tratados como animales o menos que eso. De un lado pusieron a los hombres y del otro a las mujeres. Hacíamos nuestras necesidades en letrinas asquerosas, simples agujeros cavados en el piso, y nos limpiábamos con papel de diario cuando había. Las camas, de dos o tres pisos de alto, eran de hierro y con colchones de paja. Por las mañanas nos lavábamos como podíamos en los mismos bebederos que se usaban para el ganado”.
Además, cuenta que tuvo relativa suerte en comparación con el resto de los internos debido a que una prima que había llegado al campo anteriormente, se había hecho amiga de uno de los médicos judíos que trabajaban ahí obligados, el Doctor Sapnier. Él, le permitió tener el rol de cocinera en el hospital, así logrando contrabandear restos de comida al resto del campo.
“Para alimentar a mis padres y a otras personas juntaba a escondidas viejas cáscaras de papas, zanahorias o batatas y con eso, más algunos huesos que encontraba por ahí, preparaba una especie de sopa horrible que sin embargo sirvió de alimento para muchos.”
Hacia 1944 llegó a Westerbork una autoridad de la cancillería alemana quien constató la autenticidad de los pasaportes costarricenses de la familia. Por ello, fueron trasladados a Bourboule, un campo de refugiados en Francia, para una semana después desembarcar de Normandía.
“(…) nos abrazamos todos llorando y corrimos hacia los alambrados de púas, los cortamos casi con los dientes y gritamos la palabra libertad, libertad, libertad, una, dos, cien veces. Una nueva vida empezaba para mí en ese instante. Y lo vivido entonces fue inolvidable para mí, para mis padres y para las demás víctimas judías o de otro origen que habían conseguido sobrevivir a una vida espantosa en el mejor de los casos … o a una muerte segura.”
Decidieron tomarse un barco con destino a Montevideo, Uruguay debido a que tenían familiares y gente amiga en ese país. Allí, se instalaron en el barrio de Pocitos donde permanecieron por un periodo de nueve meses alojados en una pensión.
Querían ingresar a Argentina, pero les era imposible debido a las restricciones a la inmigración de judíos sostenidas en este país. Pero es en ese momento cuando Grimoldi interviene nuevamente. Al tener contacto con distintos niveles del gobierno de Perón (quién había conseguido el poder en 1946), se posicionó como garante personal y convenció a los dirigentes que los conocimientos de la familia eran fundamentales para potenciar los planes de su empresa, así logrando el ingreso de los Leiser a la Argentina. Al llegar, Grimoldí le devolvió a la familia el dinero y todos los negocios y el patrimonio en Holanda que habías quedado a su nombre así cumpliendo completamente con su palabra.
Pasó el tiempo y Liselotte perdió contacto con aquel que había sido tan importante para la familia, enterándose posteriormente que había muerto en 1953. Pero un día, se decidió a restablecer el vínculo con su familia, logrando tras una búsqueda encontrar el contacto de Grimoldi hijo, el actual presidente gerente de la empresa. Fue invitada a una reunión en la fábrica con toda la familia para que relatara su historia y el rol de Alberto.
Concluye: “Tengo 94 años y pese a todo lo pasado y sufrido estoy feliz de estar aún en el mundo. ¡Me gusta la vida! Y si me toca morir preferiría que fuera de repente, sin dolor… y rodeada por todos mis seres queridos.”
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