¿Cuál es el precio de la libertad?
La vida de Giuseppe no fue fácil. Su infancia estuvo atravesada por la guerra, en su Italia natal, y su adultez marcada por la guerrilla en Argentina En ambas ocasiones, lo perdió todo.
“Pepe”, como lo bautizaron en Argentina, nació en 1930 en Ivrea, un pequeño pueblo al norte de aquel país europeo. Su padre, falleció combatiendo durante la invasión italiana a Etiopía.
Luego de su muerte, se mudaron a Roma, junto a Giulia su madre, en busca de una vida mejor.
Sin embargo, cuando ya se habían ilusionado de que la paz volvería a Italia, tras el derrocamiento de Mussolini, el ejercito nazi invadió el país y comenzó la persecución total de los judíos italianos.
La capital, ya no era segura. La violencia contra ellos era feroz, y el miedo a ser capturados por los alemanes, era desesperante. Giulia canalizaba su angustia fumando y fumando. Estaba perdida, no sabía qué hacer. Las provisiones, se iban acabando poco a poco. No podían permanecer encerrados y escondidos en el hogar mucho más tiempo.
Pese a su juventud, no había vuelto a formar pareja, aunque pretendientes no le faltaban, pues judíos y no judíos la cortejaban. Desde médicos, y abogados, hasta comerciantes y militares luchaban por su amor. Pero, el temor a una nueva pérdida y más en tiempos de guerra, le habían puesto una coraza de hierro a su alma.
Una mañana, recibieron la carta de Alessia, una amiga de la familia, que intuyendo la situación, les pedía que vuelvan inmediatamente a Ivrea, para una vez allí, poder ayudarlos. En un viaje envuelto de peligros e incertidumbre, lograron llegar sin ser vistos.
Por la noche, los llevaron a un campo de la familia y los escondieron; mientras tramitaban los pasaportes falsos para que pudieran escapar a la neutral Suiza.
Sin embargo los pasaportes no llegaron nunca. Y hasta el final de la guerra, tuvieron que permanecer escondidos en un pozo, dentro del establo.
Una noche, salieron del escondite a tomar un poco de aire fresco y a estirar las piernas. En ese momento vieron un gran movilización de tropas alemanas que transitaban a la distancia.
Al principio pensaron que los habían delatado y que venían por ellos, pero Giulia se dio cuenta de que estaba siendo testigo, a la distancia, de la retirada del ejercito nazi del país.
Al finalizar la guerra, sintió que Italia ya no era un lugar seguro para que su hijo creciera.
El pequeño Pepe había entrado en la adolescencia. Eran tiempos difíciles y un mínimo conflicto podría desatar un eventual conflicto bélico. Si eso sucedía, el joven Giuseppe sería convocado a sumarse a las filas del ejército. Por el absurdo afan imperialista de “il Duce” Benito Mussolini, había perdido a su amado en África y el sólo hecho de pensar en perder a hijo, la consumía.
Todo eso la llevó a tomar la decidió de emigrar a Argentina, donde residía su hermano Fabrizio.
Partieron desde el puerto de Génova, en busca de paz y prosperidad. Claro que, durante el viaje se encontraron con gran cantidad de alemanes a bordo. El miedo los azotó nuevamente. Los transportó a los momentos de horror y persecución que habían pasado en Roma y a aquellos días interminables dentro del pozo.
Giulia sabía alemán, pues lo había estudiado en el colegio. Entendía todo lo que ellos hablaban.
Eran nazis que escapaban impunemente de Europa, evadiendo la justicia. En sus conversaciones reivindicaban todo lo que habían hecho, y seguían pregonando el Reich de los mil años. Era aterrador para ella escucharlos, temía que pudieran descubrir su identidad como judíos y los arrojaran al mar.
En cambio, Pepe la pasaba bien. No entendía alemán, estaba ajeno a los preocupaciones de su madre. Se había hecho de muchos amigos de su edad y se la pasaba jugando.
Hasta tuvo tiempo de enamorarse de una chica española y con ella aprendió a hablar sus primeras palabras en castellano.
Al arribar al Puerto de Buenos Aires, mientras desembarcaban, uno de los nazis observó el gran esfuerzo de Giulia al cargar su equipaje e intentó ayudarla con sus maletas. La sensación de asco y repulsión que sintió cuando el alemán le rozó la mano, la llevó inmediatamente a empujarlo y tirarlo al agua.
Al sentirse nuevamente en libertad, le gritó: – Ich bin jüdisch – que significa “Soy judía” en alemán.
En esa época se encontraba prohibido el ingreso de Judíos a la Argentina, por lo que tuvieron que mentir declarando ser de religión católica.
Una vez asentados en el país, Pepe pudo terminar la escuela y rápidamente logró montar una próspera ferretería en Villa Lynch, Provincia de Buenos Aires. Se casó con Raquel, que había sido una de sus empleadas y juntos tuvieron tres hijos.
Cuando vio que su pequeño ya volaba por sí solo, Giulia logró abrir su corazón y volvió a enamorarse. Su nuevo amor fue Enrique, un argentino algunos años menor que ella, pero lo suficientemente maduro para poder casarse y hacerla feliz.
Giuseppe, siempre fue un padre presente. Nunca se perdió un acto del colegio de sus hijos. Tampoco la muestra de patín de sus hijas, ni los partidos de fútbol de su hijo mayor Roberto.
Al haber crecido sin su papá, deseaba que sus hijos tuvieran un padre atento y compañero.
La relación familiar siempre había sido muy estrecha y de confianza.
Pero a a mediados de los años setenta, comenzó a notar que su hijo mayor se había vuelto poco comunicativo, había noches que no volvía a la casa, y en otras oportunidades volvía todo golpeado, con la excusa que le habían querido robar.
Una madrugada, mientras Pepe aguardaba el regreso de su hijo, se decidió a entrar en su habitación y revisarle las cosas para saber en que andaba. Al hurgar, se encontró con varios números de la revista “Evita Montonera”, panfletos de Montoneros y armas.
La sorpresa y la preocupación fueron muy grandes. Se imaginó lo peor. Sentía que había fallado como padre, se sentía culpable de lo que pudiera haber hecho Roberto. No podía concebir que participara en atentados, o en secuestros. Ni siquiera le importaba la ideología, pues siempre propició que sus hijos fueran libres en su pensamiento.
Pasaron horas, días y semanas sin que Roberto regresará a su casa. Nadie sabía nada sobre él. Pepe y Raquel movieron cielo y tierra para encontrarlo.
Luego de una semana de búsqueda, recibieron un llamado de una comisaría del conurbano bonaerense. Les hicieron saber que podrían averiguar sobre el paradero de su hijo. Pero, esa información tenía un precio y bajo ninguna circunstancia debían presentar un hábeas corpus.
Pepe juntó el dinero solicitado por el comisario y fue hasta la seccional. Mientras entraba, sintió que lo hacía al mismísimo infierno.
De fondo se escuchaban gritos de sufrimiento de los detenidos; las paredes estaban manchadas de humedad y de sangre vieja. La mirada de todos los policías estaba puesta fijamente sobre él, como si se tratara de lobos hambrientos, a punto de cazar a su presa.
El despacho del comisario no se quedaba atrás, entre el desorden reinante y las paredes rotas, cerraban el decadente escenario los cuadros de Adolf Hitler y de Otto Skorzeny, quién había fallecido pocos días antes.
Una vez a solas con el comisario, éste le informó:
– Su hijo se encuentra detenido e incomunicado por intentar atentar contra un Coronel del Ejército. La cosa esta difícil para todos y mis muchachos lograron encontrar a su hijo….Supongo que Usted me esta comprendiendo…Tenemos poco tiempo, lo están reclamando del Poder Ejecutivo; y si ordeno su traslado no lo va a ver nunca más.
- Sin vueltas comisario, ¿Cuál es el precio por la libertad de mi hijo? – Respondió enérgicamente Pepe-
- Son diez mil dólares.
- Necesito unos días, para poder conseguir el dinero… La vida de mi hijo no tiene precio, pero su dignidad y honorabilidad si… ¿Qué ejemplo le deja a sus hijos? – Le replicó sin medir las consecuencias de sus palabras-
Estaban en democracia, pero no había justicia o más bien cada uno la interpretaba como le parecía y así actuaba. La Constitución Nacional era cada vez menos tenida en cuenta.
Cada cuál buscaba imponer su ley de acuerdo a su ideología y buscaba legitimarlo a través de las armas. En el medio la sociedad era rehén de la barbarie y las disputas de poder; y el gobierno con Isabel Perón al mando quedaba cada vez más aislado, sin reacción y ante una crisis cada vez mayor.
Pepe y Raquel tuvieron que vender la ferretería, para salvar a Roberto de una muerte segura.
Lo encontraron en el lugar indicado, atado a un árbol, torturado e inconsciente. Apenas reconocible, de los golpes recibidos. En su remera, le habían pintado la leyenda: “soldado de Perón”.
Una vez que el jóven se recuperó, lo mandaron a Vancouver, Canadá.
En el país del norte, se encontraba residiendo su abuela Giulia. Allí estaría seguro, hasta que las cosas mejoraran en Argentina.
Al llegar al aeropuerto canadiense, fue recibido por el abuelastro Enrique. En su interior, temía que algo malo le hubiera sucedido a la nona, y se lo estuvieran ocultando.
Sin embargo, al llegar por fin a la casa, la abuela Giulia lo recibió con reproches:
– Stupido ragazzo, cosa hai fatto? – mientras le pegaba con el palo de amazar–
- Pará abuela, ya me dieron bastante los milicos… ¿Estás loca? – le rogaba el joven, mientras trataba de defenderse, cubriéndose la cabeza con los brazos.
- ¿Qué tenés en la testa? ¿Cómo vas a salir a poner bombas? ¡Assassino!
- No abuela, cuando vi lo que iban a hacer me fui corriendo, por eso me agarraron. Nunca estuve de acuerdo con eso. Ahora estoy acá, quiero empezar una vida nueva.
- Tu padre vendió la ferretería, para salvarte y pagarte el pasaje. Lo dió todo por vos, y desprotegió a Raquel y a tus hermanas. ¿Qué pensas hacer ahora? ¿Vas a salir a robar y secuestrar inocentes? ¿Que brillante idea tenes en la cabeza?
- No soy un delincuente… Desde que Perón nos traicionó, la Orga ya no fue lo mismo… Cuando pasamos a la clandestinidad nos dieron armas para que pudiéramos protegernos, pero nunca he disparado un tiro. ¡Fui un simple perejil! ¡Le arruine le vida a papá y a la familia! – Entre tanto que hablaba, lloraba amargamente–
- Mira mocoso, te voy a dar la oportunidad de quedarte en mí casa. Vas a trabajar día y noche hasta devolverle a tu padre todo lo que perdió. Capisci?
- Gracias abuela, no te voy a fallar. Estoy muy arrepentido, ya le pedí perdón a papá y a toda la familia. Pero, me voy a esforzar para devolverles todo lo que hicieron por mí.
- Bueno nene… te voy a ayudar… Dame un abrazo… y vamos a comer que te preparé los ravioli que tanto te gustan.
Historia ficcionada
Por Ruben Budzvicky
Ilustración: Sabrina Fauez
Reproducción autorizada por Radio Jai citando la fuente.
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