El periodista ahorcado por los nazis: las torturas, el horror y el libro clandestino de un condenado a muerte
Julius Fucík, nacido en Praga, escribió en prisión -en unas hojas que le alcanzaron secretamente- un desgarrador testimonio sobre los vejámenes, la resistencia, las delaciones y la certeza de la muerte. El 8 de septiembre de 1943 fue ejecutado. “Reportaje al pie de la horca” y los fragmentos que fueron omitidos creyendo que así construían un héroe perfecto para el Partido Comunista.
Adolf Kolínský, policía checo, trabajaba para los nazis. Estaba asignado a la prisión de Pankrác, en Praga. Las fuerzas de seguridad de los países ocupados representaban lo peor de esas sociedades percudidas moralmente por los SS. Pactaban con el enemigo con el fin de obtener ventajas efímeras. Ejercían sobre sus compatriotas una violencia sádica fruto del colaboracionismo. No sabían todavía que la enloquecida violencia nazi recaería, también sobre ellos, inexorable.
Kolínský, al día siguiente de ingresar a trabajar a la prisión, se acercó al preso más peligroso de los allí alojados. Peligroso, se entiende, es sólo una forma de decir. Su condición física era la peor posible. Lo habían torturado hasta la agonía. El silencio y la lealtad solían hacer pagar esos costos. El prisionero apenas se mantenía en pie. Sus actividades conspirativas en los primeros tiempos de la ocupación nazi lo habían llevado hasta allí. Los interrogatorios y las vejaciones estuvieron a punto de matarlo. El guardia comenzó a revisarle los bolsillos del andrajoso traje de prisionero. Mientras realizaba esta tarea fútil –nada podía llevar encima, ellos ya le habían sacada todo- le habló casi sin mover los labios, con una voz apenas audible. Con tono cómplice.
-¿Qué le pasa a usted?- preguntó en voz baja.
-No sé. Me han dicho que mañana seré fusilado.
-¿Se asustó?
-Descontaba que iba a suceder- respondió el prisionero.
El guardia Kolínský miró una vez más por sobre su hombro. Comprobó que sus superiores se entretenían vejando a otros detenidos, no le prestaban atención. Tomó aire y dijo: “Por si acaso… si quiere usted enviar un recado para alguien… O si quiere escribir… No para ahora, ¿comprende?, sino para el futuro: cómo ha llegado aquí, si alguien le ha traicionado, que conducta observaba éste o aquel… Para que todo lo que sabe no se marche con usted…”.
Julios Fucík aceptó la oferta de inmediato. Era su “más ferviente deseo” (así lo anotó luego). Unos minutos después, tenía en su celda lápiz y papel. Para hacer aquello que había hecho toda su vida. Escribir. Narrar. Dejar testimonio.
Julios Fucík, periodista y escritor, nació en 1903 en Praga. Fue redactor del diario comunista de esa ciudad, el Rudé Právo, y de la revista política-literaria Tvorba. Desde muy joven se sumó al Partido Comunista. En las divisiones internas se inclinó por el ala más dura, por el stalinismo. Escribió críticas literarias y crónicas de sus viajes por la Rusia comunista. Tras la ocupación alemana desarrolló una intensa actividad clandestina. Fue una de las figuras más relevantes de la resistencia checa. La Gestapo lo capturó en 1942. Fue de casualidad. Alguien violó la seguridad de una cita. No lo buscaban a él. Días después, ya en la prisión de Pankrác, descubrieron a quien tenían entre sus manos. Alguien se quebró. Lo delataron. Los miembros de la Gestapo apenas creían su suerte. El profesor Horák (ese era el seudónimo que utilizaba) había caído bajo sus garras.
Fucík hizo en la guerra lo que había hecho en sus casi cuarenta años de vida. Comportarse con dignidad y luchar por su causa. Y escribir. Reportaje al pie de la horca es el libro que escribió en esos papeles que le alcanzaba el guardia Kolínský. Un libro sobre su prisión y sobre sus compañeros, sobre la libertad y la injusticia, sobre el amor y la traición. Un libro esperanzador.
Esos papeles casi nunca eran hojas blancas y limpios. Escribía dónde podía, en lo que le conseguían. Papel higiénico, en el margen de algún periódico, en el reverso de los paquetes de cigarrillos.
La resistencia checa con ayuda de algún guardia sacó los manuscritos de Fucík de la cárcel. Luego de la guerra llegaron a su esposa, sobreviviente del campo de concentración de Ravensbrück. Ella los publicó y el libro se sigue reeditando hasta hoy.
Fue una cita en una casa. Para nada, sólo para cumplir. Ninguna novedad importante que transmitir. Al llegar encuentra un matrimonio que no debería estar allí. Una imprudencia, piensa. El clima es cordial. Todos están enfrascados en la misma lucha. También está Mirek, su asistente y hombre de confianza. El clima cambia abruptamente. Golpes atronadores en la puerta. Corridas en el pasillo. La puerta se abre. Nueve agentes de la Gestapo los rodean. Fucík queda fuera de la vista de los nazis. Lleva un arma. Duda. Piensa. Sabe que él y Mirek están perdidos. Él solo no puede contra los nueve. El matrimonio, si dispara, morirá. Él y Mirek ya están condenados. A la tortura y a la muerte. Los apresan a todos.
No tardaron mucho los nazis en descubrir que ese señor de barba que decía llamarse profesor Horák, era Julius Fucík. Lo molieron a golpes. Fucík pensó que su final había llegado. Eran pocos los momentos en que estaba lúcido. Las caras de sus compañeros de celda eran su mejor diagnóstico. Los traslados a los interrogatorios, a la tortura, los hacía en camilla. Ingresa su esposa Gustina, empujada por dos agentes alemanes, a la sala de interrogatorios. Él traga la sangre que desborda por los labios y la nariz. No desea preocuparla. Ella niega conocerlo. Cumplió con la promesa de nunca confesar conocerlo.
Lo vuelven a torturar en presencia de ella. Él no abre la boca. No quiere que ella vea que le volaron todos los dientes. Le hablan a Justina. Le piden que haga razonar a su marido. Si no hablan en una hora los fusilarán a los dos. Justina, mientras mira con ojos tiernos a Julius, contesta: “Señor comisario, eso no es ninguna amenaza para mí. Ese es mi último deseo. Si a él lo ejecutan, ejecútenme a mí también”. Ella sale de la habitación rumbo a un campo de concentración. Él vuelve a su celda.
Lo espera más dolor y la muerte.
En la celda le falta el aire. Se ahoga. No puede moverse. Los dolores son permanentes. La agonía no es hermosa. Habla con la muerte. “Has tardado mucho en llegar -escribe Fucík- . Y sin embargo, esperaba conocerte más tarde. Esperaba vivir aún la vida de un hombre libre: poder trabajar mucho, amar mucho, cantar mucho y recorrer el mundo”.
Después de varias semanas, ya no pierde el conocimiento. Sabe que está vivo. El dolor no se lo permite olvidar. Es permanente y atroz. Después, en forma paulatina, llega la recuperación. Sus captores (y sus compañeros de celda) se sorprenden. Afuera, en las calles de Praga, la Resistencia atentó contra Heydrich. Crece la esperanza. Día a día corren entre los detenidos los rumores alentadores. Fucík lucha contra las falsas esperanzas. El optimismo no necesita ni debe ser alimentado por la mentira. “Lo fundamental está en ti: la fe en que un solo día puede ser decisivo y que el día que ganas te ayudará a pasar los límites que separan la vida que no quieres abandonar de la muerte que te amenaza”.
Se llevan a otros compañeros. Salen de la celda con la mirada limpia y franca. Al volver ya no pueden mirarlo. No necesitan hablar. Él sabe lo que pasó. No resistieron. Tampoco su ayudante Mirek. Cedió en las primeras horas. Delató a todos sus compañeros. Cayó entera la red que manejaba Fucík. El Comité Nacional Revolucionario de intelectuales checos. La delación no fue de utilidad para Mirek. A él también lo mataron.
Décadas después, tras la caída de Muro de Berlín, sabremos que Fucík también cedió, que él mismo lo anotó pese a que ese pasaje faltaba en su libro. Tras seis semanas de tortura, él habló. Según su versión dio datos falsos o imprecisos, e información que debido al tiempo transcurrido no ponía en riesgo a nadie.
Un día frente a su celda ve colgado su cinturón de un tirante. Es la señal. Un beneficio de los que son llevados a juicio. Les devuelven cinturón, cordones y corbata. Antes no. De la fiesta de la matanza participan sólo ellos.
El 25 de agosto de 1943 un tribunal en Berlín condenó a muerte a Julius Fucík. Lo ahorcaron quince días después, el 8 de septiembre. Esa noche de a ocho en ocho fueron ahorcados otros 155 detenidos.
Lo había tenido presente a lo largo de su detención. La muerte, su muerte, no era una posibilidad. Era una certeza. Lo escribe en unos de los primeros párrafos de su libro: “Si el nudo de la horca aprieta mi cuello antes de terminar, quedarán todavía millones de hombres para completarla con un final feliz”.
En su libro no habla sólo de él. Describe y nombra a cada uno de sus compañeros. Habla de ellos con cariño y admiración. Describe emocionado la lealtad de esa gente que lucha contra el oprobio, que ante las condiciones de mayor crueldad posible, optan por mantener su nobleza y la esperanza, aunque a ellos, esa esperanza, no los incluya. Una de ellas es María Jelinek. Una mujer mayor, una obrera humilde que fue detenida junto a su esposo. El resto lo narra Abelardo Castillo en su artículo La trama terrestre: “Una trabajadora analfabeta, sin saber que repetía el más célebre de los epitafios griegos, pronunció al morir estas últimas palabras: “Patrón, diga a los de afuera que no me lloren ni se dejen aterrorizar por esto. Hice lo que me ordenaba mi deber de obrera y muero por eso.”
Julius Fucik, agrega que la mujer no podía imaginar que eso ya estaba dicho desde mucho antes. Estaba dicho desde veinticinco siglos atrás, en el epitafio a los espartanos muertos en las Termópilas: Peregrino, anuncia a los lacedemonios que aquí yacemos muertos, como la patria lo ha ordenado. Y a mí me parece que está bien. Trescientos guerreros espartanos muertos, pienso yo, merecían un epitafio como esas palabras que el poeta Simónides de Ceo recordó haber oído, en el porvenir, en boca de una sirvienta analfabeta”.
Fucík sabe que su tiempo se agota. Sólo el suyo. Él no lo verá pero cree con fervor que su causa se impondrá. Escribe su testamento y se apura por terminar su libro. Las paredes de la celda, el hedor, los golpes, las torturas, la desaparición de sus compañeros, las traiciones, la separación de su mujer, no le impiden ver en perspectiva. Pensar en el futuro. Pensar en la victoria. Tiene un mensaje que brindar: “Siempre hemos contado con la muerte. Lo sabíamos: caer en las manos de la Gestapo quiere decir el fin. Y aquí también hemos actuado de acuerdo con esta convicción –escribe Julius Fucík en las líneas finales de su libro-. También mi juego se aproxima a su fin. No puedo describirlo. No lo conozco. Ya no es un juego. Es la vida. Y en la vida no hay espectadores. El telón se levanta. Hombres: los he amado. ¡Estén alerta!”.
Sentía que había cumplido con su deber. Lo escribe en su testamento: “Lo repito una vez más: hemos vivido para la alegría; por la alegría hemos ido al combate y por ella morimos. Que la tristeza jamás vaya unida a nuestro nombre”.
Tras la guerra, esas hojas dispersas llegan a Gustina Fucikova, su esposa. Ella los ordena y los publica. También los expurga. Elimina esa fracción del texto en la que él confiesa que cedió, tarde, a la tortura. El régimen comunista checo estaba contento con la supresión. Su héroe no podía desfallecer nunca, no podía mostrar debilidad alguna. Sólo en la Checoslavaquia comunista se editaron millones de ejemplares de Reportaje al Pie de la Horca. Esos escritos se difundieron por todo el mundo.
Se convirtió en libro de texto de los militantes de izquierda y de los grupos revolucionarios en los sesenta y los setenta. El héroe que lucha contra el poder, que hace prevalecer el bienestar colectivo sobre el personal, que mantiene esperanzas en la victoria. Era la historia ideal para difundir. Hay que tener en cuenta también que desde el punto de vista literario, el libro está muy bien escrito y atrapa al lector.
Los lectores célebres también ayudaron. Algunos combatientes cubanos contaron que el Che Guevara les regalaba un ejemplar antes de ingresar a sus filas. Pablo Neruda le dedicó unos versos (Por las calles de Praga en invierno, cada día,/ pasé junto a los muros de la casa de piedra/ en que fue torturado Julius Fucík./ La casa no dice nada: piedra color invierno,/ barras de hierro, ventanas sordas./ Pero cada día que pasé por allí/ miré, toqué los muros, busqué el eco,/ la palabra, la voz, la huella pura/ del héroe). También lo hizo Milan Kundera, compatriota de Fucík y todavía sin haber renegado del comunista en esa época, en El Último Mayo.
Pero para entender la figura de Fucík dentro de su país hay que detenerse en otro párrafo de Kundera, en este caso perteneciente a La Broma: “Reconozco Reportaje al Pie de la Horca. Ese texto, escrito clandestinamente en prisión, y publicado en millones de ejemplares después de la guerra, transmitido por la radio, convertido en lectura colegial obligatoria, fue el libro sagrado de esa era”.
En cada dependencia pública colgaba un cuadro de Fucík. Fue el héroe elegido por el régimen comunista. Prócer oficial. El que opacó la actuación de lo demás. Su figura debía servir como ejemplo. Todo los alumnos secundarios del país debían atravesar sus páginas. Y la imagen del héroe checo y comunista debía también exportarse.
Una vez caído el Muro y restaurado el texto original, la visión de Fucík se modificó. Lo que se había cercenado no era mucho, apenas el 2% del total del texto. Con esos agregados sólo se lo veía como alguien más humano, con la posibilidad de quebrarse ante lo inhumano. Pero el problema no era el periodista detenido y torturado que se dedicó a contar su experiencia y a dejar asentada su fortaleza y esperanza; el verdadero inconveniente fue el uso que hicieron de él. En esos años de apertura, Fucík debió pagar haber sido la cara, la imagen oficial de otro tiempo, de otra era, de un mundo que muchos querían dejar atrás.
Por Matías Bauso para Infobae.
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