Milada Horáková, víctima de los totalitarismos
Por Ricardo López Göttig
La figura de Milada Horáková está trascendiendo las fronteras de su país, hoy la República Checa, por el significado de su vida. Nació en el entonces Imperio Austro-Húngaro, en el seno de una familia checa que aspiraba a la independencia de su nación, lograda tras la primera guerra mundial. Su padre era el gerente de una fábrica de lápices y ella estudió abogacía y se doctoró en Jurisprudencia, marcando la movilidad social ascendente y la incorporación de las mujeres a la vida cívica y laboral en la naciente Checoslovaquia, una república que reconocía la igualdad de géneros, nacionalidades y religiones en el centro de Europa. Por su activo compromiso cívico, fue parte del Consejo Nacional de Mujeres, que bregaba por una legislación que reconociera los derechos civiles de las mujeres.
Cuando su país fue anexado a la Alemania nazi en marzo de 1939, bajo el eufemismo de “Protectorado de Bohemia y Moravia”, Milada Horáková se involucró con la resistencia, ayudando a refugiar o huir a muchos perseguidos. La Gestapo la detuvo en 1940 y fue liberada en 1945 por las tropas de Estados Unidos, habiendo estado detenida en el campo de concentración de Terezín y luego en Alemania. Tras la guerra, fue electa diputada a la Asamblea Constituyente y fue un gran apoyo parlamentario al presidente Edvard Beneš, que había retornado del exilio en Londres. Desde ese escaño y presidiendo, también, el Consejo Nacional de Mujeres, su voz crítica se alzó contra la actitud del Partido Comunista en el poder, en tanto principal fuerza política de la coalición formada tras la guerra, por su creciente autoritarismo y dependencia de la Unión Soviética. Y es que, siguiendo las instrucciones de Stalin, se fue implantando un sistema de creciente control de los ciudadanos y de cercenamiento de las libertades individuales, con la persecución a opositores con la acusación de haber colaborado con el nazismo.
Cuando el Partido Comunista tomó el poder, con la movilización de sus “milicias populares” en las calles y la ocupación de los ministerios y oficinas públicas en febrero de 1948, tuvo lugar la rápida transformación de Checoslovaquia en un sistema totalitario, que demolió aceleradamente los cimientos democráticos. Tras la muerte dudosa del ministro Jan Masaryk, de Relaciones Exteriores, en circunstancias que hacían sospechar su homicidio disfrazado de suicidio, Milada Horáková renunció a su banca parlamentaria. Pero siguió activa, en contacto vía epistolar con los exiliados en Occidente y en reuniones con políticos de partidos democráticos opositores, una vez más ayudando a muchos a escapar del país. Esa actividad le valió la acusación de espionaje al servicio de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, para fomentar la tercera guerra mundial y el restablecimiento de la República Checoslovaca “burguesa”.
Nuevamente fue detenida, en este caso por sus propios compatriotas del régimen, y tras meses de largos interrogatorios en condiciones inhumanas y degradantes. La Seguridad del Estado fabricó la acusación y la sentencia antes del juicio, y el régimen instruyó a sus militantes para que a lo largo y ancho de todo el país se hiciera una gran campaña para que la población pidiera la pena de muerte para Milada Horáková y otros doce acusados. Los niños en las escuelas, los obreros en las fábricas, los vecinos de los pueblos reclamaban y firmaban petitorios pidiendo la muerte, en una gigantesca escenificación de complicidad colectiva en la que el régimen jugaría el papel de mero ejecutor de la voluntad general. En 1950, ante un tribunal que ya había recibido la sentencia y una audiencia hostil, Milada Horáková expuso la firmeza de su personalidad, al defender con tranquilidad y claridad su inocencia frente a las acusaciones, con una solvencia jurídica que desarmaba a la fiscalía y exponía la arbitrariedad. Fue condenada a la pena de muerte, a la horca, a pesar de los pedidos de clemencia de personalidades como Albert Einstein, Eleanor Roosevelt y Winston Churchill. Todo era en vano, porque el objetivo del juicio era multiplicar el terror en una sociedad a la que se quería asfixiar y silenciar.
Milada Horáková fue víctima de dos totalitarismos: el nazismo la recluyó y torturó en sus campos de concentración durante casi cinco años, y luego el régimen comunista checoslovaco la volvió a detener y la ejecutó tras la escenificación de un juicio que, luego, también llevó a la muerte a sus verdugos.
Pero su recuerdo, a setenta años de aquel acto criminal, ha vencido. Sobre los escombros de los sistemas totalitarios, la libertad y la democracia derrotaron a las ideologías criminales. El ejemplo de Milada Horáková es el de una mujer valiente, tenaz e inteligente, que se mantuvo firme ante los embates de la opresión y la muerte.
El autor es columnista de Radio Jai y autor de “Milada Horáková: defensora de los derechos humanos y víctima de los totalitarismos” (Buenos Aires, CADAL y Fundación Konrad Adenauer, 2020)
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