El criminal nazi que encontró en Miramar el periodista Alfredo Serra, pero nunca atrapaba la justicia argentina
Hace exactos 35 años, el miembro de las SS hitlerianas Walter Kutschmann, acusado por el asesinato de miles de judíos, fue detenido por la Interpol en nuestro país. Terminaba así su fuga, su falsa identidad y la desidia de gobiernos y jueces, que miraron para otro lado desde 1948 hasta 1985, mientras la prensa, por dos veces, alertó de su paradero
El dato era bueno. Tanto es así que la editorial, la más poderosa del momento, mandó de inmediato a la ciudad balnearia a su mejor periodista y a su mejor fotógrafo. Luego sería cuestión de oficio, paciencia y, como siempre, algo de suerte. Tenían que buscar un Mercedez Benz añoso y gris. Menos de dos horas después, lo vieron pasar y detenerse frente a su puesto de guardia. Ricardo Alfieri (h), el fotógrafo, gatilló su máquina varias veces. Primero la patente del auto. Luego, la figura de ese hombre canoso con camisa a cuadros que caminaba con decisión y gesto agrio. Alfredo Serra, el periodista, se le acercó a pocos metros y gritó (también se podría utilizar gatilló acá): ¡Kutschmann!
El sesentón se dio vuelta abruptamente. Su cara se agrietó, fue como si una sombra, una nube negra lo envolviera. Supo que lo habían descubierto. “Olmo, Pedro Olmo me llamo”, dijo impostando firmeza. Serra replicó: “No mienta, usted es Kutschmann, el nazi”. El hombre se apresuró a entrar al lugar.
Walter Kutschmann fue un criminal de guerra nazi. Miembro de las SS se desempeñó en territorios polacos. Allí fue responsable de varias matanzas. Se le atribuyen más de 2000 muertes de judíos polacos. En otro episodio ordenó fusilar a decenas de profesores universitarios y sus familiares por oponerse al régimen. En 1944 fue trasladado a Francia. En París juntó a su jefe participó de la Operación Modellhut, una maniobra en la que los nazis se valieron de Coco Chanel para intentar llegar a un acuerdo con las fuerzas inglesas (los historiadores todavía discuten el papel de la modista francesa: mediadora, pacifista, colaboracionista o nazi rampante). Cuando el derrumbe alemán fue inevitable, Kutschmann no regresó a su tierra. Supuso que en Alemania todo sería peor para él. Huyó hacia España. Sabía que dentro de las escasas posibilidades que tenía a mano esa se presentaba como la más viable; descontaba la colaboración (cobertura) de Franco. Y manejaba los rudimentos del idioma; había combatido junto a los franquistas en 1937.
En España tuvo una estadía fugaz en un campo de refugiados.
Fugado o ayudado a escapar, tomó una nueva identidad que lo acompañaría hasta su captura final. A partir de ese momento sería Pedro Ricardo Olmo, un sacerdote español que se desplazaba en sotana y todo. Justificaba su pronunciación errática y metálica con una historia inventada de décadas misionando en la campiña suiza. Tomó la identidad y los documentos de un sacerdote republicano asesinado tiempo antes. No se sabe bien cuál fue su actividad en territorio español en esos años. No hay demasiadas huellas de sus pasos. La presión internacional provocó que Franco no pudiera proteger más a los criminales nazis fugados. La organización Odessa sacó a muchos de sus miembros a través del puerto de Vigo, una de las vías de escape principales (aunque a veces menospreciada por la historiografía) de la Ruta de las Ratas. Kutschmann asumió su papel a la perfección. A lo largo del viaje en el barco Monte Ambotto fue el Padre Olmo, tal como indicaban su hábito y sus documentos españoles.
El 16 de enero de 1948 llegó a Argentina. Su rastro se pierde brevemente hasta que aparece trabajando en la empresa Osram. Allí fue un oficinista adusto, poco comunicativo, que fue ascendiendo hasta convertirse en ejecutivo de la firma alemana. Llegó a ocupar el puesto de jefe de compras de la firma.
Desde 1967, Simon Wiesenthal denunció ante tribunales alemanes la presencia de Kutchsmann en el país. Pero la historia fue la de siempre. Al no haber tratado de extradición entre los países, todas las actuaciones judiciales y los movimientos diplomáticos oficiales se perdían en la desidia de las autoridades argentinas.
En 1975, Wiesenthal volvió a la carga. Tuvo nuevos datos e identificó con claridad que Olmo, el ejecutivo de Osram era Walter Kutschmann, el criminal de guerra nazi. Como la vía judicial y diplomática estaba estancada, utilizó a la prensa. Difundió sus hallazgos en los medios con el fin de poner en movimiento al gobierno democrático argentino. Cercado, Kutschmann volvió a escapar. No fue más a su trabajo. Las autoridades de Osram se mostraron sorprendidas y pretendían haber sido estafados en su buena fe. Aunque luego por declaraciones del mismo Kutschmann se supo que la empresa lo indemnizó por su años de trabajo apenas apareció la noticia en los diarios. Los vecinos contaban lo mismo que en otra decena de casos de criminales nazis integrados a la vida argentina. Que eran buena gente, algo parcos, que no se metían con nadie, que eran poco comunicativos. Cuando parecía que su hora había llegado, Kutschmann se esfumó.
Unas semanas después, alguien pidió hablar con Alfredo Serra. Era un hombre trajeado, serio, que se acercó a la redacción de la Revista Gente un viernes por la tarde. Ofreció información a cambio de dinero. Serra le dijo que no estaba autorizado por los directores a ninguna erogación. “Un peso; ese es el valor”, dijo el hombre, solicitando nada más lo que valía un viaje en colectivo. Exigió también un recibo oficial. Ahí le habló de Miramar y del Mercedes Benz gris con un cuarto de siglo de antigüedad, el único que había en la zona.
Que fuera Serra el elegido no era casualidad. Era uno de los mejores periodistas del momento y una de sus especialidades era la de perseguir y encontrar nazis. Unos años antes, por ejemplo, lo había hecho con Klaus Barbie en Bolivia. La revista en la que trabajaba, Gente, era la más vendida del momento: cientos de miles de ejemplares semanales. Era un tiempo en que era verosímil que un periodista hallara a un criminal nazi que la policía había perdido y hasta lograra extraerle alguna declaración.
En Miramar, luego de la guardia breve y del encuentro, Kutschmann habló con Serra:
–Usted, usted es el hombre que destruyó mi vida con las dos notas que publicó…
–Perdón. No destruí su vida. Escribí una historia, igual que otros periodistas.
–Sí. Pero usted usó las palabras de un modo… especial.
–No. En todo caso, las palabras fueron dictadas por Simón Wiesenthal, y por usted mismo.
–¡Claro! Ustedes publican todo lo que dice ese señor. Todas sus mentiras. Todos los ardides que usa para conseguir dinero.
–Kutschmann, pasé seis meses de mi vida buscándolo, y ahora le pido una entrevista. Le doy una chance. Si no es un criminal de guerra, defiéndase.
–No puedo hablar. Recién en marzo estaré en condiciones de asumir mi defensa.
–Para mí, marzo es la eternidad.
–Todavía me faltan pruebas, y mis asesores legales no quieren que haga declaraciones hasta que las tenga.
–Entonces tendré que usar otra vez la versión de Wiesenthal, pero reforzada, porque ahora tengo sus fotos, su dirección, y la chapa de su auto.
–Haga lo que quiera. Pero si publica algo, me entrega a mis asesinos.
–¿Usted cree que sus asesinos, si existen, ignoran su paradero? No sea ingenuo. Si lo encontré yo, un periodista, más fácil les será a los que quieren matarlo.
–De cualquier manera, soy un hombre muerto. Cada día que pasa espero a mis asesinos.
El diálogo siguió unos minutos más en el mismo tono. Kutschmann acusando al periodista por haber perdido su trabajo, pidiendo que piense en sus hijos. Hasta intervino, Geralda, su esposa. Kutschmann no negó sus crímenes, sólo justificó su conducta bajo el rótulo de “acciones de guerra”.
La nota con sus respectivas fotos en las que se veía al hombre de 61 años con nitidez, con su pelo blanco, el bigote espeso, los anteojos de armazón pesado y su camisa a cuadros se publicó en el siguiente número de la revista y provocó un gran impacto. Pero nada pasó. Las autoridades argentinas adujeron que el acusado era muy lábil, un escapista virtuoso que burlaba sus esfuerzos. El gobierno de Isabel Perón no emitió comunicados oficiales al respecto.
Kutschmann, una vez más, se había esfumado. Se conocía su imagen, donde residía, sus pasos anteriores, la integración de su familia y hasta había sido localizado por un periodista; pero para los investigadores oficiales era un prófugo de una habilidad extraordinaria, habilidad que parece compartía con otros criminales nazis.
En el último verano del Proceso, con los militares tratando de manejar la transición democrática para que sus crímenes quedaran impunes, unos periodistas del flamante diario Tiempo Argentino destinados a cubrir la temporada veraniega, ante nuevos rumores de su presencia en la Costa Atlántica dedicaron un par de días a rastrearlo. Otra vez, lo encontraron en pocas horas. Vecinos, garagistas y empleados de rotiserías conocían al matrimonio y sabían de sus crímenes pendientes. “¿El nazi? Vive en aquel edificio”, señalaban con naaturalidad. Sólo tuvieron que montar una guardia discreta. De ese momento es la fotografía en la que se lo ve a Kutschmann, asomando su cara, detrás de una entornada y sólida puerta de madera de su departamento. Tiempo Argentino no publicó la nota de los periodistas Bec y Tonnelier, pero ellos lograron difundirla junto a las fotos a través de una agencia de noticias. Al día siguiente la imagen fue tapa de muchos de los matutinos nacionales. Otra vez, Kutschmann se le escurrió a la laxa justicia nacional.
Pero el largo escape terminó el 15 de noviembre de 1985 hace 35 años. Cuatro agentes de Interpol rodearon al hombre de 71 años en la localidad de Florida en la Provincia de Buenos Aires. Los pocos vecinos que vieron la escena se sorprendieron cuando los hombres armados se abalanzaron sobre el anciano que paseaba su perro.
“Soy Pedro Olmo. Ustedes están confundidos”, dijo. Menos de un minuto después comprendió que esta vez sí se había terminado su fuga. “Soy quien buscan. No me voy a resistir. Ahora sí terminó todo”, dicen que dijo.
Y no fue una cuestión de suerte. El azar no tuvo nada que ver. El regreso democrático también terminó con la impunidad de estos criminales de guerra que utilizaron durante décadas -con gobiernos de distinta legitimidad y diferente signo político- a Argentina como apacible guarida. En pocas horas y tras negociaciones entre Alemania, el Centro Simon Wiesenthal y el gobierno argentino, el presidente Alfonsín firmó la orden de captura internacional y la extradición. Medio día después, los agentes de Interpol lo detuvieron.
La voluntad política de los mandatarios argentinos por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial era la de poner a disposición de las jurisdicciones pertinentes a los criminales de guerra. Un cambio de rumbo contundente.
Después fue el tiempo de los trámites, de las presentaciones judiciales, los recursos de apelación que le sirvieron a la defensa para demorar el traslado. Mientras se preparaba la extradición, Walter Kutschmann fue internado por un problema coronario.
Murió en el Hospital Fernández, el 30 de agosto de 1986, sin llegar a ser extraditado.
Por Matías Bauso para Infobae.
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