Máximo Ravenna Z’L
Hacía muchos años que no pasaba por la calle Zapata 120 en Buenos Aires, Capital Federal. Sabía, como uno “sabe” tantas cosas, sin recordarlas, que estaba muy enfermo, que su omnipresencia se había interrumpido. Cuando supe la noche del viernes 25 de diciembre que Máximo Ravenna había muerto, la sorpresa, breve, dio pasó a una profunda tristeza que languidece hasta hoy. Anoche, cuando participé de una ceremonia vía Zoom en su Comunidad Amijai, con una participación que bordeó las doscientas personas, la tristeza no cejó, sino que se justificó; su vida, que celebrábamos en ese momento, había tocado a literalmente cientos y miles de personas. Los que estábamos allí en las ventanitas del Zoom éramos solamente una representación de la multitud que supo convocar. Porque en aquellos grupos de sábados y domingos a las diez de la mañana en la calle Zapata siempre éramos, eran, muchos más que doscientos. Como él solía decir, aquello era un ejercicio de incomodidad para nuestros cuerpos, la vivencia colectiva de nuestro padecimiento.
Máximo Ravenna trataba la obesidad (su “método”) como un cirujano agresivo y decidido.
La primer palabra de su discurso es, precisamente, “corte”; luego viene la medida, y finalmente la distancia. El “corte” es como aliviar un forúnculo: el alivio es inmediato. Siempre recalcaba cómo en 24hs una persona podía pasar del infierno del exceso al paraíso de la medida; y para quienes una y otra vez hemos tenido que lidiar con nuestros excesos, nada más cierto. Con toda la angustia con que uno atravesaba el umbral de Zapata 120 o 122, nunca falló: se sale con alivio. El resto depende de uno. Cuando murió la prensa tituló “el médico que hizo bajar de peso a los famosos”; por cada “famoso” (y los hubo), miles de anónimos subimos las escaleras para ir a un grupo o nos encontramos en la cafetería en torno a la ilusión de un capuchino o una porción de queso magro. Allí uno estaba seguro. Allí ninguno era famoso, todos éramos solidarios.
La terapia para tratar un obeso no se mide sólo en los kilos bajados, sumados en todas las combinaciones posibles; se mide en la capacidad de contención que el terapeuta le ofrece al obeso. El famoso y criticado efecto “rebote” es inherente a la distorsión llamada “obesidad”, es parte del problema; criticar un método porque tiene tal efecto es no entender de qué va el asunto. Los masivos grupos que genera el método Ravenna están diseñados para bajar de peso y para contener y limitar los efectos de su dieta de corte, medida, y distancia. Hay cientos, miles de casos de éxito, y otros tantos de casos de perseverancia. Está claro que esta ecuación es parte del “negocio”; lo es porque es parte del complejo fenómeno de la obesidad. Por eso quienes tuvimos alguna vez la lucidez de atravesar las puertas de la calle Zapata no sentimos nunca vergüenza, sino siempre, inequívocamente, alivio.
No escribo esto para destacar las bondades de Ravenna y su método, no lo precisan. Escribo para contener mi tristeza ante la pérdida de uno de los hombres más brillantes que he conocido. Siempre reconocí en él su justificada soberbia, su ironía feroz, su ojo clínico, su pícaro deleite en adivinar el peso de una persona (sentada entre decenas de semejantes), su sensibilidad para detectar a aquel o aquella que necesitaba su atención justo en ese momento y no otro. Por eso cuando él entraba en la sala (indefectible y notoriamente tarde), todos callábamos y esperábamos su señal; la que devendría en su discurso. Fuera información, fuera motivación, siempre era sabiduría, empatía, y compromiso. La sesión terminaba cuando él lo decía, y nunca antes que pudiera redondear un mensaje de honesta, cruda esperanza. Nunca mintió, nunca denostó, siempre fue contundente, convencido, y apasionado. Siempre fue auténtico; acaso por eso tantos miles confiamos en él. Aun cuando volviéramos a nuestro desborde.
En lo personal, sus momentos más brillantes eran cuando traspolaba el dilema del obeso a los dilemas de la vida. No me refiero a otras adicciones, lo cual es casi evidente, sino a la vida misma: los vínculos, los afectos, las aspiraciones personales, el hedonismo, el egocentrismo, la capacidad de amar y ser amado, los comportamientos sociales y sus consecuencias. Tan brillante me pareció siempre que en una oportunidad lo invité a ser el único orador en el espacio comunitario llamado “El Debate” durante el Día del Perdón en mi comunidad, la NCI de Montevideo. Tuvimos una muy interesante charla telefónica: si bien declinó porque ese día era innegociable para él (en familia, en su comunidad, Amijai), aprendí acerca de los judíos italianos y su origen como tales en las postrimerías del siglo I EC; recuerdo vívidamente su ironía cuando me reprochó no saber que un Ravenna (con doble n) tenía ese origen casi aristocrático, por lo menos en términos judíos. ¿Quién puede rastrear su genealogía familiar veinte siglos? Más allá de la anécdota, siempre me costó asimilar al muy porteño Máximo Ravenna con el muy judío Menajem, su nombre hebreo, tal como develó su hija anoche en la ceremonia.
Máximo Ravenna ha sido muy denostado precisamente por su éxito. A su vez, este se basa en su propuesta, en su difusión y marketing, y en última instancia (¿o será en primer lugar?), en su personalidad. Como sea, aglutinó en su entorno cientos y miles de personas a lo largo de muchos años. Generó vínculos y grupos de pertenencia. Algunos de mis amigos y amigas más entrañables los hice en la calle Zapata, charlando en la cafetería, acompañándonos en horas de sobriedad y esperanza.
Bajamos kilos, subimos kilos, volvimos a bajar, o no, pero siempre supimos que detrás de los kilos y el exceso habitábamos seres humanos merecedores de otra oportunidad, de aliento para perseverar, y sobre todo, que además de tener sobrepeso teníamos un corazón, una personalidad, y valía la pena su rescate del profundo dolor que supone el desorden alimenticio (término magnánimo para denominar la obesidad). Por eso la profunda tristeza; porque con Máximo Ravenna muere un poco de uno, un poco de la esperanza que uno sabe, a ciencia cierta, que renace con sólo un acto: el acto de saber cortar.
Por Ianai Silberstein.
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