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Ecos de 1974: Watergate, la renuncia de Nixon y el indulto de Ford

El tormentoso final de la Administración Trump ha despertado innumerables especulaciones que combinan un rastreo en el pasado, proyecciones de futuros posibles y la perplejidad por el tumultuoso presente. Ecos de 1974, palabras como Impeachement, Enmienda 25, indultos e inhabilitaciones inundaron las elucubraciones de los analistas.

Acaso resulte útil precisar algunos hechos.

Richard M. Nixon se convirtió en el único presidente de los Estados Unidos que tuvo que renunciar a la Casa Blanca. Los hechos tuvieron lugar en el verano de 1974. El caso Watergate había arruinado una Presidencia que en el campo de la política exterior pasaría a la Historia como una de las más audaces y creativas de los tiempos recientes. Pero la apertura a China y la Detente con la Unión Soviética serían superadas por la atmósfera enrarecida que envolvió a Washington como consecuencia del escándalo.

El Watergate consumiría a aquel hombre irrepetible, dueño de una personalidad complicada, genial pero lleno de complejos, introvertido en una profesión de extrovertidos, incansable, luchador, talentoso, pero paranoico y perseguido.

Al borde de su destitución, el 9 de agosto de 1974 Nixon se vio obligado a tomar la decisión más difícil de toda su carrera política. Así lo explicó: “Dejar el cargo antes de completar mi mandato es aberrante para cada instinto de mi cuerpo. Pero como Presidente, debo poner primero los intereses de Estados Unidos”.

Durante las últimas semanas renunciar había estado dando vueltas en la cabeza del Presidente. La decisión había adquirido las características de lo inevitable dos días antes. Más precisamente en la reunión que el presidente había mantenido con líderes del Capitolio. Fue allí cuando comprobó que no contaba con los treinta y cuatro senadores necesarios para escapar al Impeachement.

Durante una reunión crucial, en la mañana del día 7, el legendario senador archiconservador Barry Goldwater (R-Arizona) -frustrado aspirante a la Presidencia en 1964- fue el encargado de transmitir la dura realidad a Nixon. “Presidente, debo decirle que no cuenta con más de doce votos, y ni siquiera sé si yo estoy entre ellos”, sentenció.

Aquella noche tendría lugar una de las escenas más dramáticas de la tragedia que estaba viviendo al país. Al borde del sollozo, Nixon le rogó a su secretario de Estado Henry Kissinger que lo acompañara a rezar. Al día siguiente anunciaría su renuncia.

Nixon graficó: “Los Estados Unidos necesitan un Presidente y un Congreso a tiempo completo, especialmente con los problemas que enfrentamos en lo doméstico y en el exterior”. Y explicó que de continuar luchando por salvar su puesto le demandaría “prácticamente la totalidad” de su tiempo y el del Congreso.

Horas más tarde, Nixon mantuvo una reunión clave con su sucesor, el vicepresidente Gerald Ford. Este, por su parte, había reemplazado a Spiro Agnew, quien había dimitido a fines del año anterior por un caso de corrupción no relacionado con el escándalo del Watergate, sino derivado de sus tiempos como gobernador de Maryland. Anteriormente, Ford se había desempeñado como líder de la bancada republicana en la Cámara de Representantes. Ford se convertiría en el único presidente de la historia norteamericana que no había sido elegido por el voto popular ni como presidente ni como vicepresidente.

Nixon le sugirió a Ford la conveniencia de conservar a Henry Kissinger como Secretario de Estado. Pero le hizo una advertencia. En sus Memorias (”A Time to Heal”, 1979), Ford recuerda que Nixon le advirtió: “Henry es un genio, pero no hay que decirle a todo que sí”.

Kissinger, por su parte, explicó tiempo después que el final de Nixon se había convertido en inexorable y dibujó un paralelismo con aquellas tragedias griegas que una vez iniciadas no pueden sino acabar dramáticamente. “Lo que estábamos viviendo no era otra cosa que la desintegración de un gobierno que pocas semanas antes parecía invulnerable”, y que Nixon se había convertido en una suerte de protagonista de una tragedia griega llamado a cumplir su propia naturaleza al destruirse a sí mismo.

Gerald Ford se convirtió en el presidente número 38 de la Unión el 9 de agosto al mediodía. En su recordado discurso de asunción, aseguró al pueblo norteamericano que “nuestra larga pesadilla ha terminado” (our long nightmare is over) y que “nuestra Constitución funciona; nuestra gran República es un gobierno de leyes y no de hombres”.

Un mes más tarde, Ford tomó la decisión más complicada de su vida política. Una medida que sabía tendría costos en su futuro, que repercutiría negativamente en su popularidad y que requería un coraje especial. El 8 de septiembre de 1974 dictó un indulto (Full Pardon) perdonando a Nixon por las ofensas que pudo cometer en el caso Watergate.

El indulto tendría un costo político enorme para Ford, pero éste entendió que era lo que correspondía. Ford perdió las elecciones de noviembre de 1976 al ser superado por el candidato demócrata, el gobernador de Georgia Jimmy Carter, acabando con su sueño de alcanzar un mandato presidencial por derecho propio.

Nixon moriría en 1994. Sus enormes contribuciones en materia de política exterior fueron reconocidos recién en los últimos años de su vida, cuando fue parcialmente “rehabilitado” por el Establishment. Kissinger había asegurado acertadamente que la Historia sería con Nixon más benevolente que sus contemporáneos.

Por Mariano A. Caucino, especialista en relaciones internacionales e historia contemporánea. Sirvió como embajador argentino en Israel y Costa Rica. Condujo en 2020 “Embajadores en Línea” por Radio Jai.

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