En busca de una idea
En 1897, durante el primer congreso sionista, en Basilea, Theodor Herzl escribió en su diario privado: “Hoy he creado el Estado judío. Si lo dijera ahora, me tildarían de loco. Dentro de cincuenta años me darán la razón”.
Exactamente cincuenta años después, en 1948, se declaraba la independencia del moderno Estado de Israel, siguiendo las propuestas de Herzl en aquella reunión en Suiza, en medio del exilio desesperante y acuciante del pueblo hebreo: fragilidad que, sólo un par de años antes de revertirse en la fundación del país, desbarrancaría en el desfiladero cataclísmico de la Shoá. Cuando Herzl resguardó para sí su pronóstico, era mucho más fácil avizorar la catástrofe que el renacimiento.
Aparte de que la idea de Herzl fue una de las más atinadas y exitosas del siglo XX, su condición de profecía tiene pocos paralelos, antes o después. En cualquier caso, yo quería hacer hincapié en el poder de las ideas: incluso aquellas que se conservan ocultas hasta que la realidad las revela o reivindica.
Por el contrario, yo perdí una idea. No la anoté en ninguna parte. Era para un cuento. Desde hace ya varios años, me he resignado a no registrar mis inspiraciones: a menudo pierdo la mera anotación, y otras veces los apuntes no están a la altura de lo que creí inicialmente. Pocas cosas hay más frustrantes que garabatear en trance el hormigón de una anécdota que consideramos descomunal, para luego, pasado un tiempo prudencial, reconocer que no resiste siquiera el examen de una reunión. He dejado que mi memoria filtre y descarte. No llevo ningún diario privado: solo marcas en mi cerebro de pacotilla. Pero esa idea, esa trama, ese plot, desafiaba mi desencanto habitual.
Sospechaba que mi memoria se había equivocado: ese argumento sí plasmaría en una gran historia, memorable, trascendente. Sería de esos relatos que se conservan, el recorte que se guarda dentro de un sobre, o se reenvía por medios virtuales. ¿Pero de qué trataba? Se me había ocurrido -creía recordar- en el local de jugos, mientras aguardaba el combinado de ananá, zanahoria y jengibre. Decidí apersonarme en la esquina de ese oasis de zona norte; atendía el barman colombiano.
– Disculpe -comencé, luego del pedido-. La útlima vez que pasé, usted recordará, ananá, zanahoria, jengibre… el mismo que acabo de indicarle. ¿Usted notó algo particular en mi expresión?.
El muchacho primero me observó con aprensión, pero luego colaboró: – Abstraído -respondió.
– ¿Abstraído risueño, o abstraído melancólico?
– Abstraído -repitió, entregándome el jugo ya pagado.
Salí del local con la presunción de que ese tipo de interrogatorios no me conducirían a la recuperación del cuento perdido. Caminar, oxigenarme, distraerme: tenderle una celada al pensamiento esquivo, dejar que se aproxime, como si no me importara, y atraparlo como a una mariposa en luz. Caminé por mi infancia de la calle Sarmiento, solo, hacia el colegio Cornelio Saavedra, preguntándome cómo haría para hacer pasar el tiempo del aula. ¿El cuento era, una vez más, sobre las percepciones de un niño que, como la profecía de Herzl, se materializan más allá de toda lógica en el momento menos pensado? No.
Una pareja pasó delante de mí, discutiendo. Ella le exigía a él que se pusiera el barbijo. ¿Sería una historia de amor? Un automóvil blanco me tocó bocina cuando casi lo cruzo sin orden ni concierto. El ruido me hizo cambiar de calle. No quería que se me ocurriera ningún cuento nuevo: solo recuperar el que se había fugado.
¿Y si cualquiera de las muchas sugerencias del destino para un flamante artificio superaba a aquel olvidado? Algo en mí impugnaba este pensamiento esperanzado, que era el exacto opuesto de las uvas están verdes de la zorra: es mejor lo que encontraremos que lo que perdimos. Si la vida fuera así de fácil, probablemente ni siquiera se escribirían cuentos. La zorra no logra alcanzar las uvas y por eso decreta que están verdes; mientras que yo sabía que esa vid arrebatada por un furtivo olvido era lo mejor de mi cosecha, y porfiaba en que sólo cabía recuperarla. No voy a ser el primero que pierde un rapto de imaginación en las tierras del loto: pero me di a elucubrar que existía un territorio igual de evanescente en el que se acumulaban todas las grandes sinopsis jamás llevadas a cabo. Un El Dorado de ficciones truncas antes de nacer. Maguncia, el final del Arco Iris, la Piedra Filosofal, Alquimia o Entelequia. Un país sin habitantes, solo poblado por los chispazos que nunca incendiaron la pradera.
Un súbito tsunami de mis neuronas amerizó con una pista: ese día yo me había tomado un colectivo. Uno de esos pulcros y funcionales ejemplares públicos que, inicialmente, antes de la expansión de las combis, llamábamos “diferenciales”. Éste era “expreso”. Mi colectivo favorito. Caminé hasta Plaza Italia y lo abordé. Miré al colectivero como si supiera el secreto y no me lo quisiera compartir. Pasé la Sube como si el saldo en la pequeña pantalla fuera a decirme la palabra mágica. Avancé como siempre hasta los últimos asientos de ese micro encantador, paradójicamente apesadumbrado por esa ausencia en mi alma (el peso de algo que no está). Una idea propia perdida se busca en la oscuridad sin poder usar las manos.
En un asiento diagonal al mío, un niño y su padre trataban de leer juntos algo del celular. El micro subió a la ruta y cuando pasábamos por el primer barrio privado, el padre le propuso al hijo: -Mejor te cuento un cuento.
Me disponía a escucharlo, subrepticiamente; pero un impacto brutal estalló contra mi ventanilla: una pelota de golf recién lanzada. Afortunadamente, solo astilló el cristal. Gracias al aire acondicionado, llevábamos todas las ventanas cerradas. De otro modo, esta búsqueda de una narración que comenzó con una referencia a Herzl, podría haber terminado con otra a Moshé Dayán. Pero habiendo salvado mi integridad, me dije: “La inspiración tocó tu corazón con guantes: no dejó sus huellas digitales. Solo el ademán de una ilusión. Un crimen perfecto: la sombra de una joya que nunca viste. Pero las grandes ideas incluyen en sí mismas la capacidad de ser recordadas: si lo era, volverá cuando encuentre su momento. Las ideas, a diferencia de las personas, tienen más de una oportunidad”. Herzl había anotado la suya, y con eso por ahora alcanzaba.
Marcelo Birmajer
Fuente: Diario Clarín
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