Mi matzá no es tu pan, mi vino no es tu sangre y mi Seder no es tu Eucaristía
Por Yerahmiel Barylka*
El secreto de una buena relación es mantenerla sin transmutarse en el otro. Sin renunciar a gustos ni a costumbres y sin imponerlas al diferente. Implica tener la capacidad de aceptar a los demás como son y conocernos a nosotros mismos. La amistad descansa en la confianza. Sin ella tampoco es probable que exista lealtad, honestidad, tolerancia y aprecio.
Quien siente necesidad de ser lisonjero, servil, obsequioso y melifluo, demuestra que detrás de sus declaraciones zalameras hay algo no elaborado suficientemente, como que sirva para consolidar una amistad verdadera y profunda que sirva para salir de sí mismo y encontrarse con el otro.
Las simples declaratorias, por más rimbombantes que sean, no son suficientes. Tampoco los lugares comunes. Y por último, pero no menos importante, debemos alejarnos de las idealizaciones y de las falsas expectativas para no sentirnos defraudados.
Comparto estas reflexiones a raíz de haber oído hace pocos días, a importantes personalidades católicas y judías, hablando de elementos comunes de los dos credos, en la búsqueda de demostrar una nueva era en sus relaciones.
Me sorprendí.
Por un lado, hay un verdadero proceso de diálogo y respeto que ha comenzado hace muy pocas décadas y que se encuentra en elaboración, porque el tiempo transcurrido desde el inicio de los cambios es muy breve en la historia de las diferencias. Por el otro, una reconciliación no necesariamente debe ser vanagloriada para indicar que existe en los corazones.
Lo último que se debe hacer en estos casos, es intentar borrar artificialmente los divergencias históricas excepto lo hagamos por ignorancia, cosa que no sería menos grave, cuando también se intenta enviar un mensaje.
Pesaj, no conmemora ni se parece a las Pascuas católicas. Pesaj rememora la primera redención de los hijos de Israel cuando fueron manumitidos de la esclavitud en Egipto. La Pascua católica, celebra la resurrección de Jesús. A todas luces, dos hechos muy disímiles, ubicados, por cierto, en diferentes momentos históricos.
La Matzá, el pan ácimo, pan de aflicción, -porque aprisa saliste de Egipto- «pan de la fe» según el Zohar (II 183:2)-, es ingerido porque la masa de nuestros antepasados no alcanzó a leudar hasta que fueron redimidos. Nada tiene que ver con el Pan de la Vida, que aparece en Juan 6:32-35: “Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás”.
En el catolicismo se utiliza el vino porque es la expresión del sacrificio expiatorio de la muerte: “Beban de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para el perdón de los pecados” (Mateo 26:28). En el Seder los judíos bebemos vino, porque la consideramos fundamentalmente una bebida real, que simboliza la libertad, por lo que es la substancia apropiada para la noche en las que celebramos nuestra libertad de la esclavitud.
La matzá y el vino de la cena de Pesaj nada tienen que ver con la hostia católica ni con el vino de la eucaristía, que se convierte realmente en sangre en el fenómeno conocido como la transustanciación que es la transformación de una substancia, el vino, en otra, la sangre de Jesús. Los católicos, basándose en Juan 6:51-58, creen que Jesús se encuentra verdaderamente presente en el pan y el vino, en cuerpo, sangre, alma y divinidad, creencia conocida como Presencia Real y definida así por el Concilio de Trento.
Una detenida lectura de la Hagadá de Pesaj, permite afinar sin mucho esfuerzo las diferencias enumeradas y muchas otras, en un paralelismo infinito cuyas rectas no se tocan. Un solo ejemplo más puede ilustrar lo que queremos expresar y lo lograremos si tomamos el canto Dayeinu que entonamos en la mesa del Seder y veremos que no tiene de común con la Improperia, versículos que se cantan en el oficio de la tarde del Viernes Santo en la iglesia católica.
Judíos, musulmanes, cristianos, y los fieles de todas las religiones conocidas en la actualidad, debemos encontrarnos y dialogar. Unirnos en la defensa de los derechos de los perseguidos, de los pobres y los necesitados, como asimismo en los derechos del ejercicio religioso de todos los seres que tienen fe en su Creador y también los de aquellos que no la tienen, particularmente con quienes en nuestros días se ven amenazados en tantos lugares del mundo.
Debemos hacerlo en un ambiente de respeto, en el que ninguna parte necesite forzar el congraciarse con la otra, y mucho menos desleír las diferencias en el ejercicio de la fe y la comprensión de la doctrina del otro.
Es claro como el agua que mi matzá no es el pan de los católicos; el cordero pascual que consumíamos en tiempos del Templo de Jerusalén y que recordamos en el Seder, no es el Agnus Dei; el vino de las cuatro copas no es el vino de la misa. No hay razón para afirmar lo contrario.
Quien lo hace no solamente no se ajusta a la verdad, sino que no contribuye al diálogo creativo.
Si sentamos estas premisas con claridad, el diálogo será fructuoso y logrará un verdadero acercamiento de los corazones, que tanto necesitamos hoy más que nunca, cuando los seres humanos nos vemos amenazados por una pandemia que no discrimina entre las personas.
Rabino*
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