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Wilm Rosenfeld el Alemán de la historia de la película “El Pianista”

“¿será que el diablo ha tomado forma humana?” “Nos hemos llenado de una vergüenza inexpugnable, de una maldición imborrable. No merecemos misericordia, todos somos culpables. Me avergüenzo de caminar por la ciudad [Varsovia], cualquier polaco tiene el derecho de escupirnos en la cara”.

Esto que parece escrito por un militante antinazi fue asentado en el diario de Wilm Rosenfeld, un alemán que en 1935 se había afiliado al partido nacional socialista alemán.

Wilhelm Adalbert Hosenfeld, habitualmente conocido como Wilm, nació el 2 de mayo de 1895 en Mackenzell, un pueblito del estado de Hesse, entonces parte del reino de Prusia. Creció en una familia muy devota, siendo el cuarto de seis hijos, y creció en un ambiente conservador y patriótico. Su padre era maestro en una escuela católica y procuró que el pequeño Wilm fuese educado en el sentido de la caridad, algo a lo que contribuyó su militancia en Acción Católica. El joven Hosenfeld quiso seguir los pasos de su padre y convertirse en maestro, pero en julio de 1914, cuando tenía 19 años, estalló la Primera Guerra Mundial. Wilm participó en la contienda como soldado de infantería: Fue gravemente herido en 1917 y recibió la Cruz de Hierro de Segunda Clase. Tras su convalecencia, volvió a su pueblo natal y comenzó a trabajar como maestro en 1918. Dos años más tarde se casó con Annemarie Krummacher, una joven protestante de ideas pacifistas e hija del pintor impresionista Karl Krummacher, un hombre de ideas liberales. Annemarie y Wilm tuvieron dos hijos y tres hijas: Helmut (nacido en 1921), Anemone (1924), Detlev (1927), Jorinde (1932) y Uta (1937).

Hosenfeld tenía verdadera vocación de maestro y era un apasionado de una pedagogía más respetuosa con las personalidades individuales de los alumnos. Pero pese a este espíritu crítico y a alguna que otra simpatía republicana, el ex combatiente de la I Guerra Mundial rápidamente sucumbió al discurso nacionalsocialista de Adolf Hitler, una vez que su partido tomó el poder, en 1933. Se afilió a las fuerzas parapoliciales de las SA y al partido único, NSDAP, a cuyos congresos de Núremberg asistió en dos ocasiones. “Una vez más se apodera de mí la experiencia de la gran comunidad de la que formo parte. Es como en la guerra”, escribió a propósito de uno de ellos, en 1936.

Sin embargo, nunca llegó a ser “cien por cien nazi”, según se le reprochó en su entorno. A juzgar por sus escritos, ni compartía el virulento antisemitismo del Tercer Reich, ni estaba de acuerdo con los métodos de adoctrinamiento imperantes en las Juventudes Hitlerianas. Tampoco comprendía cómo el régimen podía prescindir del sustento de la Iglesia.

Pero la subordinación al designio nacional fijado por el Führer seguía incólume. Cuando Hitler ordenó atacar Polonia, en 1939, Hosenfeld sentenció: “Ahora, todas las diferencias políticas e ideológicas han de relegarse a un segundo plano. Todos tenemos que ser alemanes y dar la cara por nuestro pueblo”.

El oficial de la reserva fue enviado a Polonia, donde hasta el final de la guerra formó parte del mando medio de las fuerzas de ocupación. Se encargó de la administración de un campo de prisioneros de guerra y de labores de capacitación en los batallones. “Me desvivo por mis tareas porque la entereza del soldado fluye por mis venas y me satisface la responsable dirección de mis hombres”, anotó en una ocasión.

Al mismo tiempo, fue un testigo temprano de las atrocidades cometidas en contra de la población civil tanto por parte de las SS y del llamado Servicio de Seguridad (SD) como por el mismo Ejército alemán, aunque en menor medida. La II Guerra Mundial apenas había comenzado y Hosenfeld ya se indignaba en su diario por los “crímenes contra la humanidad” que en Polonia cometían los alemanes.

Sabía lo que estaba ocurriendo. Su interpretación de la barbarie tendía a ser religiosa: “¿Será que el diablo ha tomado forma humana? No lo dudo”. Hosenfeld, el patriota, se fue volviendo fatalista y apocalíptico: En su diario escribió el párrafo que encabeza esta nota, el 16 de junio de 1943. Los alemanes acababan de reducir a escombros el gueto de Varsovia.

A su manera, y aunque perteneciente al bando de los asesinos, también fue víctima del horror. “Hay que sellar los ojos y el corazón. La población es destruida inmisericordemente. Menos mal que tengo mucho, mucho trabajo”, escribió a su amada Annemarie en agosto de 1944, con Varsovia sumida en la hecatombe.

El 17 de noviembre de 1944, en Varsovia, las fuerzas alemanas estaban cumpliendo a rajatabla la orden de Hitler de no dejar en la capital polaca una piedra sobre otra. En una abandonada casona residencial a punto de ser convertida en el cuartel general de las fuerzas de ocupación, el destino juntó ese día a dos hombres: Wladyslaw Szpilman, pianista milagrosamente escapado del Holocausto y Wilm Hosenfeld, un capitán alemán ya desprovisto de cualquier ilusión o esperanza.

El oficial pidió al pianista probar su condición de músico y Szpilman, con las manos aún entumecidas por el horror, tocó el Nocturno en si bemol de Chopin. Tras descubrir que aquel hombre era judío, Hosenfeld le ayudó a perfeccionar un escondite en la buhardilla y durante un mes le proveyó de comida, envuelta en periódicos que daban fe del inminente final del Tercer Reich.

Por lo que cuenta Szpilman en su libro de recuerdos, ambos hombres poco pudieron hablar por temor a ser descubiertos. Pero Szpilman alcanzó a expresar su sorpresa ante lo que estaba sucediendo: “¿Es usted alemán?”, increpó al uniformado. Hosenfeld reaccionó muy alterado: “Sí. Soy alemán”, vociferó. “Y después de todo lo que ha sucedido, me avergüenzo de ello”.

Szpilman había tocado la fibra más íntima y convulsa de este hombre que, aparte de ser soldado nazi, era también entusiasta pedagogo, cariñoso padre de familia, devoto católico y, ante todo, orgulloso patriota.

Al despedirse de él en la casona de Varsovia, Szpilman le pedió que memorizara su nombre por si algún día necesitaba de un testigo que declarara a su favor. Cuando fue detenido Hosenfeld, alcanzó a transmitirle un mensaje, pero el pianista ya no pudo dar con él, entre otras razones porque ignoraba su nombre. También otros de sus protegidos -entre ellos un antiguo comunista alemán y una familia polaca- intercedieron a su favor y ayudaron a su esposa, Annemarie. “El hecho es que toda suerte de canallas y malhechores siguen libres, mientras que este hombre, que merece una condecoración, tiene que sufrir”, se lamentó en 1950 Leon Warm, otro judío a quien Hosenfeld había salvado en Varsovia.

Tras ser apresado por las fuerzas soviéticas, las peticiones de clemencia o nunca llegaron a oídos de las autoridades soviéticas o fueron descartadas de plano por el aparato represor de Stalin. En un juicio sumario, sin abogados ni garantías jurídicas, Hosenfeld finalmente fue sentenciado a 25 años de prisión. Para entonces había sufrido varios infartos. Su salud se fue deteriorando, como lo evidencia la errática caligrafía en las pocas cartas que desde aquel infierno pudo enviar a su familia. Hosenfeld fue interpretado por Thomas Kretschmann en la película El pianista, de Roman Polański, basada en las memorias de Władysław Szpilman. En ella se describe cómo el capitán alemán salva a un moribundo Szpilman, escondiéndole y proporcionándole alimento. Gracias a las memorias de Szpilman, Hosenfeld fue identificado. De esta forma, se buscó en su vida y se comprobó su labor humanitaria.

Wilm Hosenfeld falleció el 13 de agosto de 1952 en un campo de prisioneros en Stalingrado.

 

Dr. Mario Burman

Reproducción autorizada citando la fuente con el siguiente enlace Radio Jai

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