Diálogo Judeocristiano V
En los primeros siglos, el tratado cristiano más completo en contra de los judíos fue el Diálogo con Trifón de Justino, que explica cómo las desgracias que sufren los judíos son un castigo Divino. En ese marco, el peor de los castigos es por el deicidio, el asesinato de Dios, explicitado por primera vez por Melitón, obispo de Sardis, alrededor del ano 150: “Dios ha sido asesinado, el Rey de Israel fue muerto por una mano israelita.” Como consecuencia, “Israel yace muerto”, y el cristianismo conquista toda la Tierra.
Para él, los acontecimientos de la historia judía sólo sirvieron como modelos para el gran acontecimiento de la Pascua; pero esta misión había concluido con la llegada de Cristo. Fue el comienzo de la teología de la sustitución del cargo de deicidio.
El foco de las controversias entre cristianos y judíos, centradas antes en la actitud hacia la ley, se desplazó hacia el cumplimiento de la profecía, en la persona de Jesús y en los judíos como asesinos de Cristo.
Nada importó entonces que la muerte por crucifixión era la forma que los romanos, sus inventores, empleaban para “ajusticiar” a sus opositores. La Biblia describe las formas de aplicar la pena de muerte, de la cual la más común es la lapidación, si bien el Talmud torna, a través de los requisitos que establece, prácticamente imposible su aplicación.
Tampoco importó que Poncio Pilatos haya sido un gobernador conocido por su tremenda crueldad. Entre sus contemporáneos, el filósofo Filón de Alejandría, habló de “sus fechorías, sus vejaciones, sus rapiñas, sus ultrajes, los ciudadanos que hizo morir sin juicio, su insoportable crueldad”; y el historiador Flavio Josefo relató tres episodios de su gobierno de los que dos terminaron en masacres. El Evangelio de Lucas, en XIII- 1, da cuenta de una masacre perpetuada por Pilatos contra los Galileos.
El teólogo judío Yoel Ben Arie cita en un trabajo sobre la responsabilidad judía en la muerte de Jesús la obra del juez Jaim Cohen, cuando escribe acerca de la sepultura de Jesús: “Jesus fue enterrado en el sepulcro de Jose de Arimatea (Mt. 27:60; Lc. 23:53; Jn. 19:41). Ello demuestra que no era considerado un condenado por el fallo del tribunal judío (Sanhedrin), ya que estos eran sepultados en uno de los dos cementerios especiales “destinados para los tribunales” (Mishná Sanhedrin 6:5). Y los muertos por el tribunal judío son diferentes de los muertos por el Imperio (Romano, en esta oportunidad), ya que en el caso de los primeros no debe ocuparse de su sepultura ni se debe estar de duelo por ellos, en tanto los muertos por el Imperio deben ser tratados normalmente y se debe estar de duelo por ellos (Talmud Babli. Tratado Smajot, cap.2:7 y 11). A este respecto (el derecho hebreo), no hace diferencia alguna acerca del delito por el cual fue condenado un judío y ejecutado por el Imperio. El hecho en sí, que fue muerto por las autoridades imperiales, le concede el derecho de ser sepultado y recordado con duelo, como todos los demás muertos judíos. También Jesús fue uno de los muertos a manos del Imperio y lo que hizo José de Arimatea, miembro del Sanhedrin, fue hecho de acuerdo con la ley y la religión judías. Desde el punto de vista del Sanhedrin, Jesús era totalmente inocente”
Nostra Aetate 4 señala que “Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy.” , para agregar luego “Por lo demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente, y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia.”
En las Notas podemos leer “El Catecismo del Concilio de Trento enseña además que los cristianos que pecan son más culpables de la muerte de Cristo que los pocos judíos que en ella intervinieron: estos, en efecto, “no sabían lo que hacían” (Lc 23, 34).
En la misma línea y por la misma razón, “no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras” (Nostra aetate, 4), aun si es verdad que “la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios”(ib.).” y que “a medida que se desarrollaba la misión cristiana, sobre todo entre los paganos, ha llevado a una inevitable ruptura entre el Judaísmo y la Iglesia naciente, a partir de este momento irreductiblemente separados y divergentes en el plano mismo de la fe, situación que se refleja en la redacción de los textos del Nuevo Testamento, y en especial en los Evangelios. No se trata de disminuir o disimular esta ruptura; ello no haría más que perjudicar la identidad de cada uno. No obstante, la ruptura no suprime ciertamente el “vínculo” espiritual del cual habla el Concilio (Nostra aetate, 4), y algunas de cuyas dimensiones nos proponemos elaborar en el presente texto.
Claro que algunos católicos pueden sentir perplejidad frente e un cambio del magisterio que parece ir en contra de las escrituras cristianas, por lo que el mismo documento aclara que “Los Evangelios son el fruto de una labor redaccional prolongada y complicada. La Constitución dogmática Dei Verbum, a la zaga de la Instrucción Sancta Mater Ecclesia de la Pontificia Comisión Bíblica, distingue en ella tres etapas: “Los autores sagrados compusieron los cuatro Evangelios escogiendo datos de la tradición oral o escrita, reduciéndolos a síntesis, adaptándolos a la situación de las diversas Iglesias, conservando siempre el estilo de la proclamación; así nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús”(n. 19).
No se excluye entonces que algunas referencias hostiles o poco favorables a los judíos, tengan como su contexto histórico los conflictos entre la Iglesia naciente y la comunidad judía.
Ciertas polémicas reflejan la condición de las relaciones entre judíos y cristianos, bien posteriores a Jesús.
Esta comprobación tiene un valor capital si se quiere recabar el sentido de algunos textos de los Evangelios para los cristianos de hoy.
De todo eso se debe tomar nota cuando se preparan las catequesis y las homilías para las últimas semanas de Cuaresma y para la Semana Santa (cf. ya Orient. y Sug. II; y ahora también los “Sussidi” de la diócesis de Roma, n. 124b.).”
Lo que nos dice este pasaje de las notas lo explica Edward Kessler, en Una Introducción a las Relaciones Judeo – Cristianas: Es fundamental, para la comprensión y la reinterpretación de un texto, la contextualización del mismo, pues mientras no se haga subsistirá la polémica. Así, la lectura de los textos conflictivos en su contexto histórico ayudará a evitar falsas interpretaciones, porque habrá diferencias si el lector comprende los antecedentes y desarrolla una más intensa toma de conciencia del contexto en que se originaron los textos.
Pero resolver el problema en un nivel histórico no cambia la historia del efecto de un texto y su interpretación. Uno de los logros del estudio de las relaciones judeo-cristiana fue comprender que los textos tienen una historia y un compromiso histórico. Es imposible leer en los Evangelios los relatos de la Pasión, sin reconocer los usos antisemitas que les atribuyeron las lecturas anteriores. Cuándo Mateo escribió: “Y todo el pueblo respondió: ´Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos´.” (27:25), judíos y cristianos lucharon para leer los textos desde sus perspectivas lo que generó lecturas de larga data que han traído la muerte.
Uno de los rasgos más llamativos de los textos importantes es que pueden ser leídos en los nuevos contextos, para bien pero también para mal. En ellos se puede encontrar incluso que son parte de un debate intracomunitario de los judíos de entonces, pero no es así como han sido leídos y, en algunos lugares, se leen aún ahora.”
Esto abre una ventana fundamental para que los historiadores y los teólogos avancen en sus estudios para desbrozar el camino de las espinas que durante siglos lo hicieron intransitable, en especial durante la Semana Santa, en que las representaciones de la Pasión generaban un incremento del antisemitismo.
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