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El vacío entre el derecho y la justicia

Por Eduardo Kohn

Sachsenhausen fue un campo de concentración y de exterminio, situado muy cerca de Berlín.  Las SS arribaron a Sachsenhausen en 1936 con 70 miembros. La cifra, sin embargo, aumentó de forma exponencial hasta más de tres mil en enero de 1945. Josef Schutz trabajó allí a partir de 1942 y, como tal, estuvo involucrado directamente en el asesinato de 71 combatientes de la resistencia holandesa, el fusilamiento de 250 judíos capturados como represalia por la explosión de una bomba durante una exposición en Berlín y las matanzas de presos de guerra. Y eso, sin contar los miles y miles de asesinatos perpetrados después de que se instalaran las cámaras de gas en el campo a partir de 1943. Hoy, cuando Schutz tiene 100 años, el tribunal de Neuruppin, cerca de Berlín, afirma que «está acusado de contribuir en estas barbaridades y de colaborar en las pésimas condiciones del lugar». Fue cabo primero de la división “Totenkopf” de las SS.

El historiador y periodista español Jesús Hernández comenta que: “Aunque no estaba concebido originariamente como un campo de exterminio, lo cual sucedió después, las condiciones de vida en Sachsenhausen eran absolutamente terribles. A diario había ejecuciones por fusilamiento o ahorcamiento, además de las que eran consecuencia de la brutalidad de los guardias o la desnutrición y las enfermedades. Y en todas ellas colaboraron, de una forma o de otra, una buena parte de los guardias. Existía una gran variedad de castigos. Uno de ellos era el conocido como ‘saludo de Sachsenhausen’, en el que el interno era obligado a permanecer en cuclillas con los brazos extendidos al frente, siendo golpeado en el suelo cuando se desplomaba. También había una pista empedrada y de otros materiales en la que un grupo de prisioneros, conocido el ‘batallón de los patinadores’ y que constaba de unos 170 hombres, era obligado a caminar unos 40 kilómetros diarios durante varias jornadas para probar el calzado militar antes de ser suministrado a la ‘Wehrmacht’, a veces cargados con pesadas mochilas, una tarea que en muchos casos acababa provocando la muerte por agotamiento”.

Desde 1942 ya existían hornos crematorios y en marzo de 1943, se añadió una cámara de gas. Hay una estimación de que en Sachsenhausen fueron asesinadas más de cien mil personas.

Específicamente, Schutz, además de lo que ya se ha dicho, es acusado de ayudar “con conocimiento y de forma voluntaria” en el asesinato de 3.518 prisioneros; ayudar e incitar a la “ejecución por un pelotón de fusilamiento de prisioneros de guerra soviéticos en 1942” y el asesinato de prisioneros “utilizando el gas Zyklon B. A pesar de su actual edad, una evaluación médica encontró que Schutz está en condiciones de ser juzgado. Schutz fue liberado en 1947 y se fue a trabajar como cerrajero en la región de Brandeburgo de lo que entonces era Alemania Oriental.

Uno de los testimonios más duros de este juicio ha sido el de Emil Farkas, de 92 años, que viajó desde Haifa hacia Brandemburgo, para asistir al juicio. “Estoy seguro de que me habrás visto muchas veces corriendo con el maldito batallón de las patinadoras. Hoy vine a Brandemburgo a verte. Y, por lo tanto, quiero preguntarte: al final de tu centésimo año, ¿tu oscuro secreto vale tanto para ti que no puedes disculparte por tu contribución a mi sufrimiento? ¿No es hora de que seas valiente?”.

“No solo me viste, también siempre me escuchaste cantar la canción que estaba obligado a cantar. El nombre de la canción era ‘Erika’. Me escuchaste cantar la segunda estrofa una y otra vez… mientras pensaba en la hija de un año de mi hermana Peppi, que se llamaba Erika”. “¡ Usted, Sr. Schütz, se convirtió en un adulto y vivió 100 veces más que Erika! Me vio y escuchó en la zona pasando lista. Sea valiente, al menos ahora, y pida perdón”. Emil nació en febrero de 1929 en la ciudad de Zilina, en la ex Checoslovaquia, en una familia judía ortodoxa. Era el menor de cinco hermanos: cuatro hombres y una mujer casada, madre de una niña de un año llamada Erika. Entre los deportados a Auschwitz se encontraban Bela y Arpad, hermanos de Emil, y su hermana Peppi, junto a su esposo y su pequeña hija. Todos fueron asesinados. Emil, fue enviado a dos campos de concentración eslovacos: primero a Novacky, y luego a Sered, después a Sachsenhausen, posteriormente a Bergen Belsen y finalmente a Dachau. En Sachsenhausen sobrevivió al batallón de los patinadores que mencionamos antes en esta nota. Su madre, Matilda, le dijo que sea fuerte. Emil era un gran deportista. ”La sentencia de  mi madre se ha hecho realidad. Pude sobrevivir a la destrucción causada por el régimen nazi. Un régimen al que usted se unió voluntariamente”.

No es fácil asumir que en los últimos años han habido y hay numerosos juicios a criminales nazis que vivieron muy cómodamente después del Holocausto, no sólo en Alemania, sino como es notorio, en América del Sur, Estados Unidos y toda Europa. El reciente estreno en Netflix de una aleccionadora película alemana “Historia de un crimen” trae a la memoria cómo zafaron de condenas, miles de genocidas a través de leyes y tecnicismos que exjueces nazis devenidos en jueces del siguiente régimen post 1945 pudieron dictar con muchas complicidades políticas hasta que 25 años después de la Shoá, Alemania despertó y decretó la imprescriptibilidad de los crímenes nazis.

Considerando que una enorme masa de población alemana se constituyó en verdugos voluntarios de Hitler, y que eso dificultó aún más las pobres intenciones de juzgamiento de nazis desde 1945, igualmente el filósofo Theodor Adorno sostuvo que, si las condenas hubieran seguido inmediatamente a la caída del régimen, esto se hubiera acercado más a una idea de justicia. Adorno vio contradicciones tangibles y que nos interpelan desde entonces cuando señaló que exigimos que los responsables del genocidio como individuos dotados de razón y libre albedrío tuvieran una condena justa cuando no existe castigo imaginable para semejantes crímenes. Se rompió todo entre la razón y el derecho y hasta hoy no se encontró cómo frente a semejantes matanzas hubiese algo en el derecho que se pareciera a la justicia.

Pero ese pensamiento de Adorno no nos consuela ni en lo más mínimo. Nada justifica ni explica que las hienas nazis vivieran cien veces más que Erika como gritó en la Corte alemana Emil Farkas. No hay excusas para que hoy se juzguen a criminales de 90 o 95 o 100 años que debieron ser condenados hace 75 años. El resultado de la omisión no sólo nos persigue hoy en día, sino que nos confirma lo imperdonable de darle impunidad a perpetradores de atrocidades que no tienen forma ni de narrarse. ¿Por qué esa confirmación? Porque entre angustiado y furioso, Farkas pretende que Schutz le pida perdón. Y Schutz calla. Porque él y los millones de ejecutores de la Shoá, más los que hoy los apoyan y quieren emularlos, no pueden pedir perdón por algo que han hecho y que volverían a hacer con el mismo entusiasmo, dedicación, perversidad y amoralidad que hace siete u ocho décadas. “El que niega Auschwitz es el que puede repetirlo”. Lo dijo Primo Levi hace 40 años y sabía muy bien de que hablaba.

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