La leyenda del crimen ritual
El 16 de noviembre de 1491, fueron quemados vivos en varios judíos conversos juzgados por la Inquisición, mientras que las autoridades civiles hicieron lo propio con dos judíos acusados por el crimen ritual del que pasó a ser El Santo Niño de la Guardia.
La acusación antijudía del crimen o asesinato ritual gozó de una enorme popularidad en la Edad Media. A mediados del siglo XII, surgió de forma “espontánea” en diferentes lugares de la Europa medieval y dio lugar a infinidad de variantes. Su versión definitiva fue la del asesinato, preferentemente por crucifixión, de un niño cristiano a manos de los judíos con el fin de incorporar su sangre al pan ázimo.
Esta mentira –fraguada en variantes diversas, que fue elevada a proporciones míticas desde su aparición en el siglo XII, sostenía que los judíos mataban niños cristianos para verter su sangre en el pan ázimo de la Pascua. Solo la más antigua y persistente acusación de deicidio tuvo un efecto comparable a ella, pero compaginadas con otras maquinaciones (la necromancia judía, su pacto diabólico, la supuesta conspiración internacional para dominar al mundo), construyeron el coriáceo mito del judío como el arquetipo de una otredad amenazante, vengativa, irreductible, a la que tarde o temprano había que eliminar.
Veamos algunos casos.
En Ávila, el 16 de noviembre de 1491, fueron quemados vivos en varios judíos conversos juzgados por la Inquisición, mientras que las autoridades civiles hicieron lo propio con dos judíos acusados por el crimen ritual del que pasó a ser El Santo Niño de la Guardia. Este supuesto crimen fue lo que impulsó el dictado del decreto de expulsión de los judíos, que se promulgó solo meses después, en marzo de 1492.
La acusación fue una de las muchas que conformaron la leyenda del crimen ritual según la cual los judíos necesitaban sangre de un niño católico para algunas de sus actividades, especialmente la fabricación de matzá, el pan ázimo de la pascua, el pesaj. Ya en la Pascua judía de 1475 (domingo 21 de marzo) había sido encontrado el cadáver mutilado de un bebé de dos años que pasaría a ser San Simón de Trento.
El obispo Hinderbach de Trento mandó encarcelar a varios judíos que, torturados, “confesaron” que habían maltratado, crucificado cabeza abajo y desangrado al bebé, para utilizar su sangre en la preparación de sus panes de Pascua. El papa Sixto IV envió un delegado que investigue el caso.
Este se mostró reticente a aceptar la culpabilidad de los judíos, pero huyó ante la ira del pueblo, que fue alentada por Hinderbach. Los judíos fueron declarados culpables y quemados vivos públicamente en la plaza de Trento. En 1588 (113 años después), el papa Sixto V (1521-1590) reunió una comisión de seis cardenales, y repitió el juicio. Este tribunal también encontró culpables a los judíos.
Ese mismo año (1588), el mismo papa Sixto V beatificó a Simón de Trento y permitió su culto local.
Se tenía por cierto que varios episodios semejantes se habían producido en España. Uno de los más conocidos fue la supuesta crucifixión del niño Santo Dominguito del Val, en Zaragoza en el siglo XIII, o la del niño de Sepúlveda, en 1468. Esta última se saldó no solo con la ejecución de dieciséis judíos hallados culpables del crimen, sino con el asalto popular a la aljama de Sepúlveda, que generó varias víctimas más En un libro publicado en 1449 por el fraile converso Alonso de Espina, Fortalitium Fidei. Contra judíos, sarracenos y otros enemigos de la fe cristiana, se inventariaba una larga lista de crímenes atribuidos a los judíos. Aparecen varios relatos de crucifixiones infantiles, todos ellos dados por ciertos. En 1965, en el marco del Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI ordenó reexaminar el caso de Simón de Trento. El dictamen fue que las confesiones de los judíos no fueron válidas, porque habían sido obtenidas bajo tortura. Un decreto papal prohibió el culto del niño asesinado. Sus restos fueron retirados y escondidos para evitar la reanudación de las peregrinaciones. En 1965 el arzobispo Alessandro Gotardi, de la diócesis de Trento, declaró la inocencia de los judíos asesinados. Como resultado del decreto del arzobispo, la Congregación de Ritos del Vaticano prohibió la veneración de las reliquias del bebé, así como la celebración de misas en su nombre.
Pero probablemente el caso más conocido de la leyenda del crimen ritual sea el caso Beilis, pues fue llevado al cine. Un grupo de niños jugaba en las afueras de Kiev en marzo de 1911 cuando hicieron un descubrimiento que alteró la precaria paz del Imperio ruso. Todavía resonaban los ecos de la Revolución de 1905, a pesar de que Nicolás II había aceptado la creación de la Duma (Parlamento) para aplacar a obreros y campesinos. A las autoridades locales les costaba controlar a organizaciones de extrema derecha y antisemitas. Grupos como las Centurias Negras o la Sociedad del Águila Bicéfala tensionaban la calle amenazando a revolucionarios y judíos. Ajenos a cosas de mayores, unos niños se entretenían explorando una cueva cuando se toparon con un cadáver: el cuerpo de Andréi Yushchinski, de apenas 13 años, que descansaba sobre un charco de su propia sangre.
Presentaba más de 50 heridas hechas con un punzón. Pronto todo el Imperio supo que un asesino andaba suelto y el ministro de Justicia, Iván Scheglovitov, empezó a sentir presión sobre sus espaldas. Para Menahem Mendel Beilis, oficinista en una fábrica de ladrillos, la vida seguía su curso. La existencia de un judío en el zarismo ya resultaba lo suficientemente difícil como para preocuparse por otras cuestiones. Era un miembro a la sociedad local. Los no judíos lo respetaban, entre otras cosas porque en alguna ocasión había proporcionado ladrillos a precio de coste para la construcción de iglesias.
Padre de cinco hijos, no seguía estrictamente todos los preceptos de su religión. De hecho, trabajaba los sábados, algo prohibido en el judaísmo. Pero el 22 de julio se despertó bruscamente. En plena noche, una quincena de policías irrumpió en su casa para detenerle. Grigori Chaplinski, el fiscal general de Kiev, estaba tan exultante que viajó hasta la casa de veraneo del ministro para darle la feliz noticia: tenían al responsable. La fiscalía había obtenido un testimonio contra el sospechoso. Regresando de hacer su ronda nocturna, el farolero Kazimir Shakhovski dijo haber visto a Beilis perseguir al pequeño Andréi la mañana del 12 de marzo. Para redondear la acusación, Chaplinski hizo comparecer ante el juez instructor a Iván Sikorski, un profesor de psiquiatría. Este iba a aportar la información más importante: el móvil del crimen. Para Sikorski, se trataba de un caso claro de lo que llamó “la venganza de los hijos de Jacob”, o un crimen ritual. El joven estudiante Vladímir Golubev, líder de la Sociedad del Águila Bicéfala, llevaba tiempo esperando esa noticia. Su organización había sostenido desde el principio que el asesinato de Andréi se debía a una oscura práctica ritual judía, pues los judíos asesinaban a niños cristianos en fechas cercanas a la Pascua para beberse su sangre. El preso tuvo que ver, impotente, cómo se construía un caso contra él. Según la ley rusa, un detenido no tenía derecho a abogado hasta que la acusación se planteara formalmente. Fueron siete meses en los que no se le permitió recibir visita alguna. Pero Beilis tenía más amigos de los que creía. Un letrado llamado Arnold Margolin había empezado a investigar por su cuenta. ¿Cómo era posible que un judío que trabajaba los sábados fuera el autor de un crimen religioso? Además, la autopsia indicaba que el cuerpo del niño fue perforado. desordenadamente, desperdiciando mucha sangre. No parecía la obra meticulosa de alguien que se preparaba para un ritual. Mientras investigaba acudieron a él dos policías destituidos, los detectives Yevgueni Mishchuk y Nikolái Krasovski, que le contaron una historia increíble. Ambos habían sido apartados de sus responsabilidades en el caso tras hacer descubrimientos que no coincidían con la teoría de la fiscalía. Sus pesquisas alejaban la culpabilidad de Beilis, y más bien la situaban en Vera Cheberyak, una vieja conocida de la policía de Kiev. Krasovski tenía pruebas de que el 12 de marzo Andréi estuvo en la casa de Vera, la madre de su mejor amigo. Desde esa casa, la mujer lideraba una banda de criminales a la que se apodaba “la troika”. Incluso, dos testigos dijeron haber oído gritos en el lugar el día del asesinato, por no hablar de los restos de sangre hallados en el inmueble. Margolin tenía ahora ante sus ojos un caso bien distinto. Sus pruebas apuntaban a que el fiscal general de Kiev, por orden del ministro de Justicia, había conspirado para acusar a un inocente. La defensa necesitaba un buen abogado, alguien acostumbrado a lidiar en causas políticas de alto vuelo. Lo hallaron en Oskar Gruzenberg, famoso por defender a líderes obreros y revolucionarios, entre ellos, al célebre León Trotski. Paulatinamente, una parte la sociedad civil empezó a reaccionar. El novelista Vladímir Korolenko fue el primero en alzar la voz, con una carta titulada “Al pueblo ruso”. Su texto evoca al “J’accuse” que escribió Émile Zola en Francia para defender al inocente Alfred Dreyfus en 1898. Siguiendo la estela de Korolenko, en 1913, el New York Times también escribió un indignado editorial. En las universidades, los estudiantes socialistas y socialdemócratas organizaron huelgas y protestas en defensa de Beilis.
Para los diputados ultraconservadores de la Duma, todo era una conspiración judeosocialista para acabar con el régimen autocrático del zar. Poco se sabe del nivel de implicación de Nicolás II en el asunto. En su libro A Child of Christian Blood, Murder and Conspiracy in Tsarist Russia: The Beilis Blood Libel (2014), Edmund Levin afirma que, con su silencio, el zar aprobó tácitamente las acciones del ministro. Pero ¿por qué? Como explica Levin, a principios del siglo XX la supervivencia de la autocracia zarista estaba comprometida, con campesinos y obreros amenazando con una revolución. En ese escenario, el gobierno vio en el caso Beilis una oportunidad para ganar aprobación, castigando a una comunidad que muchos percibían como el enemigo. El inicio del juicio se fijó para el 25 de septiembre del 1913. Quince días antes, el gobernador solicitó el envío de 300 cosacos para proteger el juzgado, y la policía blindó los barrios judíos. La acusación se aseguró de que diez de los doce miembros del jurado fueran campesinos. El fiscal encargado, Oskar Vipper, esperaba así poder manipularlos más fácilmente. Siguiendo con el argumento del asesinato ritual, la acusación llamó a testificar al padre Justin Pranaitis, supuestamente un experto en tradición judaica. El religioso explicó por qué la muerte de Andréi era un buen ejemplo de un libelo de sangre. Cuando la defensa pudo interrogarle, lo asaltó con preguntas sobre conocimientos básicos de la religión judía. Los silencios y las respuestas erróneas del sacerdote provocaron las risotadas de toda la sala. En las siguientes sesiones, la defensa tumbó uno a uno los testimonios contra Beilis, empezando por el del farolero. En su enésimo cambio de testimonio, aquel hombre aseguró ante una sala perpleja que había sido sobornado para cometer perjurio. El filme “El hombre de Kiev”, dirigido por John Frankenheimer fue interpretado por Alan Bates, Dirk Bogarde y Georgia Brown en los papeles principales. Alan Bates fue candidato, por su actuación, al premio Oscar.
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