Claude Lanzmann
Su padre, Armand Lanzmann, era un judío cuya familia había emigrado de Europa del este; su madre, Pauline Grobermann, había nacido en un barco que realizaba el trayecto entre Odesa y Marsella y su padres provenían de Chisináu, en Besarabia. Después del divorcio de la pareja, Claude —junto con su hermano Jacques, que más tarde llegaría a ser escritor, y su hermana Evelyne, que con el tiempo se convertiría en la actriz Evelyne Rey— vivió con su padre en Brioude, Alto Loira desde 1934 hasta 1938, año en el que en el mes de septiembre regresan a París. En la capital francesa es matriculado en el Liceo Condorcet, donde descubre el antisemitismo.
En 1940, ante la ocupación alemana, el padre trasladó a la familia a una casa en Auvernia. En 1943, a los 18 años, organizó acciones de resistencia entre sus compañeros en el Liceo Blaise Pascal de Clermont-Ferrand. Más adelante entró en el maquis en Margeride y Mont Mouchet y participó en las emboscadas del Cantal y del Alto Loira. Tras la Segunda Guerra Mundial, fue distinguido con la Medalla de Resistencia con Rosetón, como Comendador de la Legión de Honor y Comendador de la Orden Nacional al Mérito.
Fue un militante comprometido contra la represión francesa en Argelia. Doctorado en filosofía y letras y periodista, dirigió la revista Les Temps Modernes, fundada por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
Sumerjámonos ahora en su obra:
El cineasta siguió una temática que buscaba mostrar al mundo el devenir del pueblo judío y, en 1994, terminó su tercer film, Tsahal, en el cual buscó reflejar las entrañas de las fuerzas armadas israelíes.
Pero su obra cumbre fue Shoá, el documental que, durante nueve horas y media, presenta al espectador una descarnada crónica verbal de la muerte por gaseamiento de millones de judíos a manos del nazismo.
Trabajó toda su vida movido por una convicción insólita en un intelectual del siglo XX: la de ser un profeta. No es una metáfora. Lanzmann se consideraba a sí mismo un profeta en el sentido recto de la palabra: nada que ver con la videncia (a menos que alguien crea todavía que la historia siempre se repite, y valide como profecía la clarificación del pasado y el presente), sino con la comunicación entre la humanidad y Dios.
Lanzmann se consideraba un profētēs, cuya etimología arrastra connotaciones políticas: un mensajero, un portavoz, un nabí. En una ocasión una estudiante le preguntó cómo había surgido la idea de hacer Shoah. Lanzmann miró al cielo y abrió las manos como si le lloviera luz. Esa pública convicción y que, para colmo, la actividad profesional de profeta pudiera compaginarse con la dirección de Les temps modernes explica en buena parte la enormidad de los retos que se impuso Lanzmann. ¡Y que triunfara en todos ellos!
Porque aún más difícil que la videncia del futuro es la clarividencia de llegar a saber lo que ocurrió.
Recuperar el momento perdido implica asumir las semejanzas y las diferencias entre el presente y el pasado, los agujeros insalvables que tenemos que rellenar mentalmente. La restitución del tiempo tiene límites claros, aunque el poder de sugestión que ejerce la técnica cinematográfica es tal que casi nos sentimos como espectadores al borde de la reencarnación.
Además del tiempo de la matanza, hay un segundo tiempo que Lanzmann busca transmitir al espectador: es el de la comunicación entre los testimonios filmados y el cineasta, el momento de la entrevista.
Los subtítulos de los reportajes no aparecen cuando los testigos hablan en polaco, lengua que Lanzmann no comprende, sino cuando la intérprete los traduce al francés. Así, los espectadores entendemos al mismo tiempo que Lanzmann. No es una operación gratuita. Pocos cineastas han creído tanto como Lanzmann en el poder de la palabra. De hecho, él lo escribiría con mayúsculas: el Verbo. Probablemente se ha insistido poco en que el respeto de Lanzmann hacia la palabra incluye sus valores sonoros, fónicos y gestuales. Antes de escuchar a la intérprete, antes de leer los subtítulos, atendemos una voz en un idioma que nos resulta ajeno, pero cuyas inflexiones nos hablan, nos transmiten contenidos no estrictamente lingüísticos. Una voz que entendemos.
Lanzmann insistía en que la palabra era la única forma de transmitir el Holocausto hasta el punto de afirmar que si, en el curso de sus investigaciones, encontrara imágenes de los campos las destruiría.
Shoáh tuvo repercusiones que aún continúan, se le han dedicado miles de artículos, estudios, libros y seminarios en las universidades del mundo entero. Ha obtenido los más altos reconocimientos y ha sido premiada en los más importantes festivales. Tras Por qué Israel (Why Israel) y Shoah, Tsahal fue el último capítulo de su trilogía.
Claude Lanzmann falleció en París el 5 de julio de 2018
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