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Biblia y Responsabilidad Ambiental: entre la producción destructiva y la idolatría naturista – Rabino Dr. Fishel Szlajen

Radio Jai -Biblia y Responsabilidad Ambiental: entre la producción destructiva y la idolatría naturista - Rabino Dr. Fishel Szlajen

Introducción

En el transcurso de estas últimas décadas ha quedado lo suficientemente claro que la contaminación general del planeta, así como los fenómenos meteorológicos provocados por la devastación de selvas o la eliminación de la capa de ozono, entre muchos otros, nos involucra a todos, vivamos en países que generen o absorban mayor o menor polución. Y esto es porque dicha contaminación amenaza la supervivencia del género humano. Humanidad y no la Tierra, debido a que es la primera la que está en riesgo aquí, al menos en términos de mediano y largo plazo. El mundo y sus diferentes clases de vida micro o macroscópica, vegetal o animal, muy probablemente nos sobrevivirán, pero la delicada condición ambiental apta para la vida humana difícilmente será la adecuada.

De público conocimiento también son las primeras causas de la contaminación ambiental, la desmesurada ambición humana en sus metas materiales, la exacerbación del hombre en su potestad sobre el medio, su irresponsabilidad con este último y hasta con su prójimo, al punto tal que la ciencia y la tecnología –pudiendo estar dedicadas mucho más de lo que están actualmente a problemas acuciantes de hambre, patologías u otras dolencias– se han transformado en scientia et technologia ancille licentiae.

Dos Modelos Ambientalistas

Según la definición establecida en el informe Our Common Future, por la Comisión Brundtland (otrora Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo perteneciente a la ONU), el desarrollo sustentable es el que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las propias (World Commission on Environment and Development, 1987, capítulo 2). Básicamente, el desarrollo sustentable es el punto de equilibrio entre el progreso económico, la equidad social y la protección ambiental (ver Agyeman y Evans, 2003). Pero el problema aquí radica en que la demanda de crecimiento económico no es compatible con la finitud de los recursos naturales y el límite de la capacidad de los ecosistemas para asimilar contaminantes y transformaciones medioambientales. Concretamente, aquella definición responde a un modelo antropocéntrico, donde el valor de la preservación ambiental está en función de la satisfacción de las necesidades humanas, siendo una de ellas el desarrollo económico. Así, este modelo antropocéntrico implica un círculo vicioso entre la justicia social y la equidad intergeneracional, porque satisfacer las necesidades económicas de los países menos desarrollados, así como también las de los habitantes menos privilegiados de los países industrializados, requiere acelerar el ritmo del crecimiento económico, mientras que, en verdad, la preocupación por las necesidades de las generaciones futuras demanda limitar el impacto ambiental, posiblemente conllevando reducir el desarrollo económico, al menos como este es entendido actualmente en términos de producción y consumo.

Por otro lado, este modelo parecería aventurar que el capital natural puede ser sustituido por el artificio creado por el ser humano, a pesar de que su criterio de sustentabilidad requiere la preservación de cantidades mínimas de capital natural y servicios ecosistémicos, pero siempre con carácter instrumental y en función de las necesidades humanas (ver Daly, 1997).

El segundo modelo ambientalista, en contraposición al primero, es el ecocéntrico, orientado a las necesidades de la naturaleza, concibiendo al ser humano no solo como parte de ella, sino como su peor amenaza. En este modelo, el peligro que representa el humano para su ecosistema posee su raíz en aquella autoridad suprema que responde a la pregunta sobre cuál es la relación que deberíamos tener con la naturaleza, bajo el dictum divino comunicado por las más importantes tradiciones religiosas, al menos occidentales, mediante nuestro mandato y poder para conquistar y sojuzgar la Tierra en su totalidad (ver Hoffman y Sandelands, 2005). Así, en contraposición al modelo antropocéntrico, el ecocéntrico rechaza la premisa de que el bienestar del ser humano sea el primordial patrón valorativo, dado que no concibe a la especie humana como la prioritaria, sino a la naturaleza (Kemp, 2004, p. 21). Luego, si el humano es el problema por haber perturbado el balance ecosistémico, por ejemplo, debido a su desmedido incremento demográfico o sobrepoblación en lugares específicos más el desarrollo económico consumista, la solución implicaría el rechazo de ambas como primera política medioambiental (ver Naess y Sessions, 1984; Butler, s.f.; Nelson, 2008: Brennan, 2020; Setreng, 1974; 1976; 1995). Dentro de este marco ecocéntrico, en cuyo extremo se encuentran los movimientos sacralizantes de la naturaleza, grandes personalidades contemporáneas, como Arnold Toynbee y Lynn White Jr., e incluso teólogos protestantes, responsabilizaron a la Biblia –tal como ya se ha mencionado– como precursora fuente cultural de la tiranía del ser humano sobre la naturaleza y su consecuente destrucción (Fiske, 1970; Toynbee, 1972; 1973; White Jr., 1967). Y esto, según ellos, es debido al mandato divino del Génesis 1:28, o bien su desviada interpretación,1 por el cual se comanda al humano: “fructifíquense y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; y dominen sobre los peces del mar y sobre las aves de los cielos, y sobre todo animal que se mueve sobre la tierra”. Según este precepto, el humano tiene una posición privilegiada, separada y superior de todo el resto de la Creación (ver Minteer y Manning, 2005), respondiendo al imperativo de enseñorearse sobre la naturaleza creada por D-s.2 Luego, surge la pregunta: ¿la Biblia le da al humano el irrestricto derecho o facultad de hacer y deshacer en el universo a su antojo y como dueño absoluto?

De esta forma, se plantean dicotomías donde, en la medida que el ser humano interactúa con su medio antropocéntricamente, este último pierde en función de maximizar los deseos de aquel. Y desde el ecocentrismo, el humano debe homogeneizarse con la naturaleza, perdiendo su diferencia específica como tal.

Un Tercer Modelo: el Teocéntrico Bíblico

Si bien es cierto que existen dos bíblicas concepciones de la creación del ser humano –pero sin aceptar la teoría de la crítica literaria que las atribuye, mediante sus categorías y juicios, a fuentes diferentes, sino, por lo contrario, reafirmando la unidad e integridad de la Torá y, por ende, incluyendo el contenido eidético-noético, ausente en aquella teoría literaria, objeto propio y específico de Las Escrituras–, es posible observar que dicha concepción dual de la creación del humano ya es considerada en el propio Talmud, tratados Brajot 61a y Ketubot 8a, y luego proseguida por importantes filósofos judíos –tales como Yehuda HaLevi (1130/1994, capítulos IV-V) y Najmánides,3 entre otros– siglos antes de la mencionada crítica. En este respecto, el versículo objeto de la demanda formulada por Toynbee y White Jr. corresponde a la primera concepción del humano, mientras que en la segunda concepción se le preceptúa en Génesis 2:15 “Y D-s tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén para que lo trabajase y lo preservase”.

El Rabino Soloveitchik apunta aquí tres diferencias básicas en los humanos creados bajo las dos concepciones. En la primera, el humano es creado varón y mujer simultáneamente y a imagen de D-s, aunque sin decir cómo lo fue; mientras que en la segunda concepción se describe expresamente que formó primero a Adam del polvo de tierra y que insufló en su nariz hálito de vida, y luego de Adam (esp. Adán) a Javá (esp. Eva) como su complemento o ayudante. Pero, por sobre todo, en la primera concepción el humano es comandado a dominar el mundo, en tanto que, en la segunda, es comandado a cultivar y mantener el jardín de Edén. Es en este sentido que Soloveitchik (2006) distingue al humano en dos tipologías:

  1. a) La de quien confronta el mundo exterior investigándolo, dominando y controlando las fuerzas de la naturaleza, mejorando siempre su posición en relación con su medio ambiente, y por ende deviniendo en un ser tecnológico. Un ser interesado en duplicar funcionalmente la dinámica de la realidad poniéndola a su servicio y, por ende, focalizando en la pregunta: ¿cómo funciona el mundo? Básicamente, un ser utilitario cuya especificidad es la dignidad adquirida por la conquista y el estatus majestuoso frente al medio donde se encuentra. Dignidad en la existencia humana, la cual es alcanzada por su elevación respecto de la coexistencia con la naturaleza (Soloveitchik, 2006, pp. 13-18).
  2. b) La de quien está interesado en la interpelación y especulación cualitativa- metafísica, exploratoria cognitiva bajo el fundacional interrogante ¿Por qué es? ¿Por qué la existencia? ¿Qué es? ¿Quién es? Básicamente desea entender el mundo tal como le es dado contemplándolo receptivamente y en sus dimensiones originales y fundamentales. Posee una experiencia esencial del “yo” en íntima comunión con su Creador, pero a la vez permaneciendo distante de todo, logrando un modo de vida disciplinado acorde a su separación de la naturaleza y su unicidad existencial. Esta especificidad es la redentora, por la cual el humano adquiere su noción ontológica manifiesta en su seguridad axiológica, otorgando significado y sentido a su existencia anclada en aquello estable e inmutable, y dejándose dominar por el Creador (Soloveitchik, 2006, pp. 18-26).

Así, en términos generales se observa que, si bien ambos humanos son intrigados por el cosmos, el primero va en busca de su control y poder, cuya dignidad como objetivo redunda en una técnica de vida, en el respeto y la atención del otro mediante habilidades o capacidades de acción. Sintéticamente, su dignidad radica en la capacidad de hacer sentir su presencia o su impacto, medido por sus logros en la exterioridad. Es por ello que este primer humano es creado hombre y mujer simultáneamente, dado que no hay dignidad como categoría conductiva fenoménica en el anonimato o en la soledad. El segundo, en cambio, va en busca de su cualidad ontológica y existencial en lo profundo de su persona, cuya redención se logra a través de la derrota, de la capitulación y del retiro; mediante el sacrificio. Su trabajo se orienta hacia el interior, y su control y poder es sobre sí mismo, nunca olvidando que no es más que polvo. Su éxito y descubrimiento consiste precisamente en su movimiento de retroceso. Es por este motivo que este hombre es formado de un puñado de tierra, del humus, emergiendo humilde y solitario en su origen. No necesita mostrar ni comunicar, tampoco una existencia extrovertida, sino una introspección y conciencia del “yo” y de su propia exclusividad e incompatibilidad ontológica con otro ser. Únicamente cuando este hombre es derrotado, llamándolo al sacrificio haciendo que entregue parte de sí mismo al caer en un profundo sueño provocado por su Creador, halla su compañera.

Si bien ambas tipologías conviven en el ser humano moderno, en el presente (y ya desde hace tiempo) el ser digno ha superado por mucho el balance con respecto al ser redimido, rompiendo el justo equilibrio, deslindándose de toda responsabilidad y compromiso, conduciéndose en un proceso de autodestrucción.

De hecho, este equilibro resulta tan esencial en el judaísmo que incluso en el mismo lenguaje hebreo –que es el de la Torá y que denota las premisas y cánones que brindan no solo una modalidad de pensamiento, sino también una identidad específica– no existe un término que denote ninguna condición de potestad absoluta del humano respecto de sus bienes, sino más bien una hacienda o adquisición en usufructo por parte de aquél. Ejemplo de esto es la expresión hebrea ba’al (“tenedor”), denotando siempre el carácter de tenencia en usufructo, pero nunca de dueño o propietario absoluto de la cosa. Así, podemos ilustrar, entre otros casos, la designación en hebreo de los animales como ba’alei jaim (“habientes de vida”); del arrendatario como ba’al ajuzá (“habientes de bienes, hacienda o que goza de porcentuales”); del acaudalado como ba’al mamón (“habiente de riqueza”); del pensador como ba’al majshavot (“habiente de pensamientos”), o de lo valioso como ba’al erej (“habiente de valor”). Otras expresiones similares que denotan tenencia o pertenencia, pero nunca con carácter de absoluta propiedad, son los verbos lihiot ba’al (“ser habiente o tener”) y leshaiej (“pertenecer a o estar vinculado a”). Este lenguaje remite claramente a la propia weltanschauung judía, según la cual D-s es el único dueño absoluto de su creación, mientras que el ser humano posee sólo la tenencia para su usufructo, beneficio o utilidad, siendo esta, a su vez, de carácter transitorio. De esta forma, ilustrando este concepto judío de tenencia transitoria más que de potestad absoluta, encontramos en Deuteronomio 15:1-2 la Ley de Shmitat Kaspim, “Remisión de Deudas”, por la cual cada siete años, en el año sabático (Shnat Shmitá), se condonan las deudas, y cuyo sentido es que el acreedor renuncie al reembolso del préstamo realizado.

Esta característica también se ve reflejada en la Ley del Iovel o jubileo, por la cual, y debido a que la tierra y todo lo incluido en ella es de D-s, cada 49 años, los miembros familiares recuperan la tierra que fue vendida por alguna situación de estrechez económica, denotando la no perpetuidad ni unilateralidad de un –en términos modernos– derecho de usufructo sobre el bien, debido a su compra. Entre otras muchas características específicas de este quincuagésimo año, acorde al Levítico 25:13-28, los esclavos –época bíblica–, bajo el mismo principio, son liberados y absueltos. El patente denominador común, aquí, es el estatus de forastero o residente temporario del humano en la creación de D-s. En otras palabras, un tenedor transitorio y no un dueño o amo sobre lo creado, cuestión que también es reflejada en el último versículo citado del Génesis 2:15: “Y D-s tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén para que lo trabajase y lo preservase”. De hecho, la Ley del jubileo y el emplazamiento del hombre en el Jardín de Edén responden ahora, y desde el propio contenido textual, a la pregunta anteriormente formulada, significando que la síntesis entre los dos imperativos de conquistar la tierra y dominar a sus seres vivientes con el concepto del humano como tenedor transitorio, no es otra que el poder del humano de ejercer un control sobre la naturaleza, sobre la creación, actuando sobre ella y logrando su dignidad, pero con un grave e indelegable sentido de responsabilidad fiduciaria, dado por el logro de su redención. Y en este sentido, la homilética judía de los siglos VII-VIII de la era común expresa que cuando D-s le mostró al primer humano cuán hermosa es la creación, le advirtió: “…pon atención en no arruinar ni destruir mi mundo, que si lo arruinaras no habrá quien lo repare después de ti…” (Midrash Kohelet Rabbá, 7:13). En otras palabras, no es como propusieron Arlnold Toynbee, Lynn White Jr. y algunos teólogos protestantes, entre otros que realizan una lectura parcial a base de extracciones y recortes sesgados de versículos cuyo pleno sentido o significado resuena y no es posible develar sino sólo en la integridad y conjunto del texto. Por el contrario, y tal como oportunamente les han respondido Norman Lamm (1970a; 1970b; 1971, pp. 162-185) e incluso Eric G. Freudenstein (1970), en la Torá se ve reflejada la permisión y hasta la obligatoriedad del uso y manipulación del medio ambiente por parte del humano, pero no en tanto su dueño, con potestad absoluta, sino en calidad de receptor de un comodato, con su consecuente e indelegable responsabilidad.

Observamos, así, que las palabras más puntualmente críticas en el primero de los dos mencionados versículos del Génesis (“someter o conquistar” y “dominar”) no son interpretadas, al menos por el judaísmo, bajo una perspectiva ilimitada, abusiva y despótica del ser humano para con la naturaleza. Antes bien, como dice el exégeta renacentista Ovadia Sforno (1520/1990), el imperativo de someter o conquistar la tierra está relacionado con abrir espacios para residencia, labradíos u otros usufructos para el humano, cercándolos y controlando que los animales salvajes no los devasten, y que los domésticos hagan las labores en favor del humano (p. 16). Similarmente y con anterioridad, Najmánides, en su exégesis al mismo versículo, interpretó el mandato respecto del dominio de los animales como el de gobernar sobre estos para las labores del humano. Luego, en congruencia con estas interpretaciones de conquistar la tierra y dominar a los seres vivientes, el imperativo de labrar el jardín de Edén como residencia del humano original es obtener usufructos de su interior, dado que la tierra necesita ser trabajada y, tal como indica el medieval exégeta italiano Menajem Recanati (1250/2003), cuidarla es una actividad desde lo externo orientada a evitar que absorba impurezas y se contamine (pp. 66-67, 79).

Ahora bien, dentro de las pautas más relevantes que el judaísmo plantea al humano en su conducta respecto del medio que lo rodea, se encuentra el precepto de mayor ponderación institucional en el conjunto de la Ley judía, el Shabat, proclamado en el cuarto mandamiento en Éxodo 20:8-11. En dicho mandamiento se dictamina trabajar seis días y dedicar el séptimo, Shabat, a D-s, porque en seis días Él creó el universo y descansó en el séptimo santificándolo.

Más allá del descanso obligado para todo el que more en la misma residencia, incluyendo los animales, una de las interpretaciones tradicionales de la limitación a las labores humanas en este día de Shabat es la prohibición de toda transformación productiva de energía, objetos naturales o artificiales. Por ello, esta proscripción incluye prender fuego, cocinar, o cualquier otra labor que implicare aquella transformación. En este sentido, el Shabat indica de forma pragmática la limitación, por parte del humano, en su permisión para manipular el medio ambiente. Y esto se vincula con el ya mencionado año sabático o Shnat Shemitá, debido a que, según la Ley, deberá también dejar la tierra en barbecho durante dicho año. Esto es, y tal como indica el Levítico 25:3-5, luego de seis años de sembradíos y cosechas, reposará la tierra en el séptimo, no pudiendo recoger lo que brotase por sí solo. Y, acorde al Levítico 25:6-7, más allá del descanso y cuidado de la tierra, el fruto que ella diese durante este año será compartido por todo el que trabaje o resida en la misma morada, incluyendo los animales.

Una de las frases que resume más acabadamente el significado del año sabático como también del año del jubileo, en cuanto a la consideración y respeto del humano por la creación toda, demostrando no sólo la igualdad interpares, sino también el proteccionismo que profesa el judaísmo hacia el medio ambiente en contraposición a cualquier absolutismo del humano sobre aquél, es la escrita por uno de los más importantes e influyentes pensadores y legistas judíos, Maimónides, cuando indica:

Los diversos mandamientos que hemos enumerado en el tratado Shemitá veIovel tienen por finalidad, ya prescribir la conmiseración y la liberalidad hacia los hombres en general, como esta escrito: “Para que los indigentes de tu pueblo coman de ellos, y que las bestias de los campos coman lo que habrán dejado” (Éxodo, 23:11); o bien, hacer que la tierra se torne más fértil, fortaleciéndose por el descanso; o ya inspirar la buena voluntad hacia los esclavos y los pobres, me refiero a la cancelación de las deudas y a la liberación de los esclavos[hebreos]; o ya para proveer a perpetuidad las cosas necesarias para la vida, haciendo de la tierra un fondo inalienable, para que no pueda ser vendida de manera absoluta, “y la tierra no será vendida a perpetuidad”

(Levítico, 25:23); que por consiguiente la fortuna de bien raíz de cada hombre quede reservada a él y a sus herederos, y que no pueda gozar más que del sólo usufructo. (Maimónides, 1190/2001, pp. 234-235)4

Ejemplo de la conjunción entre el aprovechamiento de los recursos en beneficio del humano y la concientización en el trato con los animales, en tanto seres tenedores de vida y creados por D-s, es el reiterado imperativo del Éxodo 23:19; 34:26 y Deuteronomio 14:21, “No cocinarás el cabrito en la leche de su madre”. Esta prohibición conforma una de las bases más importantes de las leyes dietarias del judaísmo, por la cual, en un sentido más generalizado, prohíbe cocinar o ingerir productos cárnicos mezclados con lácteos animales. Una de las interpretaciones respecto de este precepto, desde el punto de vista tratado, es la prohibición de consumir el fundamento y su fruto conjuntamente, acaparando desmedidamente y agotando los recursos en función desproporcionada de acuerdo con las necesidades. De esta forma, es fácil observar que esta ley tiende contra la abusiva administración y, por ende, en franca oposición al agotamiento de los recursos de una misma fuente.

Por otro lado, y dentro de las pautas que el judaísmo plantea al humano en su conducta respecto de sus pares y las especies animales, encontramos en el Levítico 22:28 la prohibición de matar en un mismo día a un animal juntamente con su cría. Maimónides, refiriéndose a este último precepto, como en general a la forma de faenar los animales para evitar todo exceso en su sufrimiento, dice lo siguiente:

Ahora bien, como la necesidad de obtener un buen alimento, exige que el animal sea matado, se ha querido que muriere de la manera más fácil. Se ha prohibido atormentarlo, sea degollándolo mal, sea agujereándole la base del cuello, sea cortándole un miembro, como lo hemos expuesto. Igualmente se ha prohibido faenar el mismo día a la madre y a su pequeño, para que tuviésemos cuidado de no degollar al cachorro ante los ojos de la madre. Pues el animal experimentaría en este caso un dolor demasiado grande. (Maimónides, 1190/2001, p. 307)5

Resulta además importante enfatizar aquí, respecto de la alimentación, la prohibición de comer de un animal mientras este se encuentre vivo. Esta no sólo es parte de la Ley judía, sino que, al dictaminarse en el Génesis 9:4-5, particularmente bajo la formulación “… pero carne con su alma –sangre– no comerán…” cuya exegética refiere a mientras su alma esté aún en la carne, pertenece a una de las siete leyes noájicas –de Noaj o Noé–, lo cual significa que es válida y vigente para toda la humanidad.

Estos últimos preceptos analizados podrían enmarcarse en un principio más general llamado Tza ́ar ba ́alei Jaim (“Sufrimiento de Animales”), el cual denota el límite de nuestra conducta respecto del sufrimiento provocado a un animal. Esta Ley, cuya fuente es el Éxodo 23:5, se aplica igualmente a la obligación, por parte del humano, de socorro a un animal –aun perteneciendo este a quien nos hostiga o detesta– cuando se encuentre en peligro o dañado por sus labores. En este sentido, también puede citarse, entre otras leyes más particulares, la correspondiente al Deuteronomio 22:10: prohibido arar con animales de diferentes especies bajo el mismo yugo y/o en el acarreo de cualquier carga.6 Según el exégeta del siglo XII, Abraham Ibn Ezra, esto es a causa de evitar perjudicar al más débil de ambos animales.

El cuidado y la consideración del animal en relación con su trabajo también tiene su aspecto más detallado, prohibiéndole al humano, tal como dictamina el Deuteronomio 25:4, toda conducta que impida al animal alimentarse libremente de los frutos de la tierra cuando trabaje en labores relacionadas con el avituallamiento. Asimismo, se prohíbe la castración tanto en animales como en humanos, ya que impide el cumplimiento del imperativo divino en Génesis 1:22, de ser fecundos y multiplicarse. Huelga decir que el judaísmo prohíbe la caza deportiva o por placer (ver Isserles, 1560/2012, “Oraj Jaim” 316:2; Landau, 1750/2004, pp. 147-149), siendo consecuentemente Nimrod y Esav –figuras bíblicas de quienes se predica ser hábiles cazadores– depositarias de cualidades negativas.

En esta misma dirección, el principio llamado Shiluaj HaKen (“Envío [de la madre antes de tomar] el Nido”), cuya fuente es Deuteronomio 22:6-7, prohíbe tomar los huevos o la cría de un ave ponedora cuando la madre se encuentra presente in situ, además de obligar a devolver a la madre al nido y no tomarla juntamente con su cría, evitando, como ya se ha mencionado, el agotamiento de la fuente juntamente con su fruto, además de respetar el vínculo en tanto seres vivientes. A este respecto, Maimónides afirma categóricamente con relación al dolor de los animales y de los humanos:

… no hay bajo este aspecto diferencia entre el dolor que experimenta el hombre y el de los otros animales. Porque el amor y la ternura de una madre por su pequeño no dependen de la razón, sino de la acción de la facultad imaginativa, que la mayor parte de los animales poseen tanto como el hombre. (Maimónides, 1480/2001, p. 307)8

De forma análoga, entre seres humanos, y en términos más generales, el principio de Hatzalá (“Rescate”) es aquel que postula el deber de salvar a las personas, basándose en el mandato bíblico del Levítico 19:16, “No depondrás contra la sangre [vida] de tu prójimo, Yo soy D-s”. Esta demanda, casi única en los anales de la historia legal, tal como lo demuestran Ernest Weinrib (1990) y Marilyn Finkelman (1987), es la que obliga a intervenir en el rescate o salvamento del semejante, cuando este sea inocente de cualquier lesión o de la misma muerte. Este deber conforma, entre otros, la base para erigir aquel principio del Levítico 19:18 que ordena “… y amarás a tu prójimo como a ti mismo, Yo soy D-s”.

Con lo hasta ahora analizado, es posible observar claramente la restricción en la facultad de transformación del medio ambiente, así como el deber no sólo de socorrer a los animales y evitar su sufrimiento tanto como sea posible a la hora de tomar provecho de ellos, sino también, de no permanecer indiferentes, auxiliando a nuestro semejante y a un animal ante una situación de peligro. Asimismo, encontramos un imperativo institucional judío que es el más frecuentemente mencionado en las contemporáneas publicaciones respecto del judaísmo y su relación con el medio ambiente. Este es el denominado Bal Tashjit o Lo Tashjit (“No Destruyas”), derivado del Deuteronomio 20:19-20, en el cual se prohíbe derribar o talar árboles alimenticios para sitiar una ciudad o construir baluartes.

Si bien este precepto está restringido a épocas de guerra o circunstancias bélicas, Maimónides extiende dicho concepto también a tiempos de paz, desarrollando además las prohibiciones derivadas de aquel, incluyendo la obstaculización de fuentes o manantiales, la destrucción de herramientas, edificios, vestimentas o alimentos, desperdiciándolos (Maimónides, 1180/2008, “Iljot Melajim” 6:8-10). Si unimos este concepto con la clara permisión otorgada por el Talmud, tratados Shabat 129a y 140b más Babá Kamá 91b-92a, para la poda de árboles por razones económicas, de salud, e incluso estéticas, revelamos nuevamente que en el judaísmo lo que se persigue verdaderamente no es un naturalismo o ecologismo como valor supremo, sino la prevención contra la destrucción licenciosa y el mantenimiento de un equilibrio responsable entre necesidades y recursos.

Más aún, si bien la Ley judía que prohíbe la mezcla de granos o semillas heterogéneos en un mismo sembradío, bajo el precepto denominado Kilei Zeraim (“Mezcla de Semillas”), es únicamente aplicable a la tierra de Israel, otras leyes similares aplicables también a la diáspora del pueblo judío son las ilustradas con ejemplos tales como prohibir injertar árboles de distintas especies, ni conservarlos cuando estén ya plantados –pudiendo aprovechar sus frutos y ramas–, así como la prohibición del Levítico 19:19, denominada Kilei Behemá (“Cruza de Animales”). Por tal prohibición se deniega la cruza de dos diferentes especies de animales, protegiendo, de este modo, la continuidad de las especies frente a la producción de híbridos, amén de limitar la manipulación de las especies animales y vegetales, así como del medio, por parte del ser humano.

Todos los conceptos hasta ahora mencionados dan cuenta, tal como reiteradamente expone Richard Bauckham (2010; 2011), uno de los más importantes investigadores de la cultura bíblica, que el humano allí se asume como inserto en el resto de la naturaleza de una manera indivisa, como un todo; en contraste con el humano moderno que objetiva al mundo que lo rodea, se indexa y aparta de él, y de forma ilusoria cree no ser parte integral. Tal vez sea por ello por lo que el ya citado Abraham Ibn Ezra haya concluido que destruir un árbol, en relación con el mencionado precepto de No Destruyas, es destruir al humano; debido a que el mismo humano es el árbol del planeta. Incluso en términos de justicia el ilustre pensador judío del siglo XIV, Iaakov ben Jananel Skili (1300/2000), dice que el precepto de no destrucción, que evita malgastar los recursos naturales, representa el acto de mayor justicia del pueblo de Israel hacia la preservación de la creación divina; y siendo que el humano es parte de dicha creación, la preservación de esta es la mayor justicia para él mismo (p. 629).

Se podría adicionar también, y respecto a la polución, que la Ley judía repara sobre el daño a los recursos naturales al establecer la defensa de la salud preceptuando en el Deuteronomio, 4:9,15, el mandato denominado Shmirat HaGuf (“Cuidado o Protección del Cuerpo”), en el cual se evita todo lo que pudiera ser perjudicial para su conservación, protegiendo la salud física y espiritual del individuo ante cualquier tipo de amenaza o peligro. Así, los alimentos con hormonas, pesticidas u otros químicos que se consideren realmente perjudiciales para la salud –del mismo modo que cualquier práctica contaminante de los recursos naturales tanto en el agua, la tierra como en el aire– quedan prohibidos por su inclusión en este precepto, dado que atentan directamente contra la salud física del individuo. A este respecto, así como en la ley dietaria judía se establecen controles estrictos sobre los alimentos permitidos y prohibidos, también se regula la forma en que deben cocinarse y comerse.

Resta un ítem, el cual desde la conducta social resulta relevante a estos efectos. Y es el precepto dictaminado en el Levítico 19:14, “No maldecirás a un sordo, y no pondrás tropiezo delante del ciego, y temerás a tu D-s; Yo soy D-s”. El exégeta del siglo XI, Shlomo Itzjaki, aplica este versículo a toda obstaculización que pueda llegar a dañar a una persona, entendiendo por ciego a quien no sabe sobre determinado asunto, y por ello dándole un mal consejo, perjudicándolo y/o aprovechándose de él. Uno de los supercomentaristas de Itzjaki, Iehuda Loew, conocido como el MahaRaL de Praga, nota que el “y temerás a tu D-s” es una expresión comúnmente utilizada cuando sólo el transgresor sabe que ha pecado, dado que D-s conoce sus verdaderas intenciones (Loew, 1578/1971, p. 128). Así, dicho precepto refiere también a cuando el transgresor busca justificar sus acciones como un intento de beneficiar a la persona a la cual dañó. En su comentario al mismo versículo, Samson Hirsch, en el siglo XIX, detalla acciones que entran en la categoría de “poner obstáculos”, tales como aquel que deliberadamente aconseja mal, quien otorga las herramientas para o prepara el camino hacia el mal, o bien aquel que activa o pasivamente ayuda o fomenta que las personas hagan el mal (Hirsch, 1878/2008, “Vayikrá-Leviticus”). Todas ellas violan esta prohibición, y por ello la íntegra esfera de felicidad material y espiritual de nuestro prójimo es encomendada a nuestro cuidado.

Esta exégesis jurídica del precepto es a su vez respaldada por el Midrash Halájico del siglo III e.c., Sifrá, Kedoshim 14,9 que prohíbe brindar información incorrecta o consejos engañosos, que puedan ocasionar perjuicios o la transgresión de la Ley.

Y esto es relevante dado que múltiples problemas medioambientales clásicos entran en estas categorías, como cuando los gobiernos y las corporaciones intentan ocultar al público los efectos dañinos de determinados materiales o procesos como el amianto, la radiación y otras toxinas o productos perjudiciales. Básicamente, en aquel mandamiento se incluye a cualquiera que conozca los peligros a los que se enfrenta o expone el individuo o colectivo debido a sustancias dañinas, pero oculta esa información u otorga otra engañosa. Incluso en el Talmud, tratado Pesajim 22b se expande el concepto de “poner tropiezo” para incluir el dar acceso a determinadas personas a situaciones en las que tienen mayor probabilidad transgredir, aun cuando no se las esté forzando ni persuadiendo explícitamente, pero sí facilitándoseles el acceso. Esto es, haciendo que un objeto esté disponible o creando determinada situación o estado emocional que facilite conducir a la persona en su perjuicio. Un ejemplo clásico es la política implementada para el aumento del consumo (ver Robbins, 1999), transformando la percepción del público y sus hábitos de compra, debiendo convertir elementos suntuosos en necesidades, desarrollando deseos en el consumidor cuya satisfacción los trasformarían en personas más deseadas. En este sentido, el concepto de “Moda” ayudó a crear ansiedad por despojarse de objetos que no eran “nuevos” o que “no estaban al día” y poseer otros que sí cumplían con dicha cualidad sociocultural. Las compras y el consumo ya no serían por necesidad sino por estilo.

Conclusión

Se han delineado, brevemente, algunas de las facetas más importantes del judaísmo respecto de la relación del humano con el medio en el cual se encuentra inmerso y como parte de este. A través de la Ley judía, pueden observarse las serias restricciones conductivas deónticas que posee el humano en su relación con el ambiente, intentando equilibrar la constante tensión entre las demandas humanas y los recursos naturales disponibles. De esta forma, el judaísmo establece un delicado balance, tomando provecho de y usufructuando la naturaleza, pero a la vez evitando el derroche, la desmesura y la insalubridad en el ambiente, así como todo tipo de conducta cruel hacia cualquier animal o prójimo.

Podría trazarse un paralelismo entre el recalentamiento planetario y el Diluvio bíblico del Génesis 6:11-8:14, pudiendo ser la segunda vez en la que la humanidad en su totalidad se enfrenta a un problema global, con implicaciones dramáticas para cada uno y todos nosotros, a la vez cocreadores de este problema y de su solución, con cada simple acto que realizamos. Y en este mismo sentido, la analogía con el modelo ecocéntrico está dada por el corrupto hiperinvolucramiento o sobreafinidad con la naturaleza en múltiples y diversas formas, cancelando todo límite impuesto naturalmente, lo cual motivó el Diluvio. Y respecto del modelo antropocéntrico, en la siguiente generación al Diluvio, la correspondiente a La Torre de Babel en Génesis 11:1-9, la humanidad se había unido, pero para desvincularse absolutamente no sólo de la naturaleza, sino también de D-s, motivando la confusión y dispersión.Actualmente, estas mismas dos corrupciones han emergido nueva y peligrosamente.

El judaísmo en su radical monoteísmo neutraliza las exacerbaciones y desmesuras producto de la egolatría moderna, por un lado, y de los movimientos neopaganos naturalistas, por el otro, no dejando encerrar a D-s en ídolo, imagen o concepto alguno dado que no se ajusta a la medida de lo que el humano desea, necesita o soporta, sino que siempre excede. Y, si bien hoy las discusiones se orientan mayormente a lidiar con el primero de los problemas en términos de una violenta degradación medioambiental, respecto de los últimos es importante resaltar que son el producto resultante de quienes han retomado algunas de las tendencias a sacralizar lo natural, pasando de aquella egolatría o idolátrico culto del humano, al de la naturaleza. En este traspaso del objeto supremo de culto, el humano queda una vez más sin establecer un prudente y más efectivo término medio, que es el precisamente otorgado por el monoteísmo, evitando hacer de cualquier aspecto de su entorno, incluyéndose a sí mismo, el valor supremo. Sin este equilibrio demandado por el judaísmo, el humano deambula constantemente por diferentes conductas idólatras, errando en su propio cuidado físico y espiritual, así como en el de su medio ambiente.

Luego, si bien el renovado interés por el naturalismo y la ecología tiene serias motivaciones por la contaminación del aire, los ríos, lagos, napas, erosión de selvas tropicales y recalentamiento del planeta, posee, a su vez, una faceta oculta conducente a una revalorización exacerbada del lugar de la naturaleza en la creación, transformando la ecología en un ecologismo como religión pagana. En este sentido, en lugar de reestablecer el equilibrio entre la dignidad y la redención, cuando la primera ha desbalanceado la proporción anulando la segunda, se tiende a que la naturaleza gobierne, someta y conquiste al humano, animalizándolo, perdiendo así no sólo su redención, sino ahora también su dignidad.10

Básicamente, se observa que la cultura perceptual judía, fundada en el árido suelo del desierto, lejos de consagrar el impedimento de lo gregario y/o todo carácter sedentario y de pertenencia al terruño, por un lado se orienta a estipular la forma en la cual se debe residir en la tierra sin atribuirse su propiedad, y cómo usufructuarla sin perjudicarla, sin damnificar a sus otros tenedores en contraposición a toda tendencia de producción destructiva. Y por otro lado, dicha cultura tampoco se orienta a la adoración de la tierra, contrariamente al pagano, quien la contempla como una realidad cerrada en sí misma y al humano como determinado por la pertenencia a ella, consagrándola o bien consagrándose, regulando su accionar y destino acorde al mundo, resultando en una radical imposibilidad de salir de este, dado que incluso sus dioses son inherentes a la misma naturaleza.

La cultura judía, así, no sólo demanda una concientización por el cuidado del medio ambiente, generando políticas y conductas específicas y concretas que evitan la destrucción de aquel, sino que también advierte los actuales problemas existenciales en la humanidad que provocan rebrotes neopaganos, evitando la destrucción espiritual del ser humano y retrotrayendo la sociedad a un escenario de esclavitud que el monoteísmo ya ha superado.

 

Por el Rabino Dr. Fishel Szlajen

Rabino; Post-Doctorado en Bioética; Doctor en Filosofía; M.A. in Jewish Philosophy y Mandel Jerusalem Fellow. Miembro Titular de la Pontificia Academia para la Vida y Profesor en UBA, UNLaM y UCA. Director de AMIA Cultura. “Mención de Honor Domingo F. Sarmiento”, Senado Nacional Argentino (2018) y “Personalidad Destacada de CABA en la Cultura”, Legislatura Porteña (2019).

Publicado en Aportes de las Religiones Frente al Cambio Climático. Editado por Foro de Diálogo Interreligioso y Social. Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Octubre 2022, pp. 29-43.

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