Torá en tiempo presente
Por Ianai Silbertstein
El Shabat pasado leímos Parashat Bereshit, acerca de la creación: del mundo, del hombre, sus crímenes e injusticias, sus oportunidades perdidas (“Paradise Lost” como escribiera Milton). El próximo Shabat leeremos Parashat Noaj, la historia del diluvio, el intento divino de acabar con su creación y la promesa de que nunca más lo haría. El Shabat siguiente será “Lej-lejá”, que es mucho más que “vete”, es un viaje físico y un viaje espiritual.
En grandes y gruesos trazos, el intento de poner orden en una “tierra desolada y vacía” (tou vabohu) deriva en desobediencia, destierro, crimen, y castigo. Como no puede ser de otra manera en la tradición judía, el agua del diluvio viene a lavar las faltas y da lugar a un renacer, simbolizado en la rama de olivo que trae la paloma a Noé en el Arce. Recién entonces, puede Abram comenzar su camino hacia una promesa tan eterna como elusiva.
Nos guste o no admitirlo, todavía estamos caminando. No precisamente como Johnny el caminante, sino como aquel arameo errante que fue nuestro padre para siempre. Sería bueno que todos tengamos clara la diferencia entre nuestro derrotero y otros, porque de eso tratan estas primeras tres porciones de la Torá: singularizarnos y sabernos tales.
La modernidad, y pos-modernidad aún más, han obnubilado el criterio, pero crisis como la que estamos atravesando lo hacen meridianamente claro. Pese a quien le pese. Los caminos del “vacío y la desolación” (Génesis 1:1) son universales; ser perseguidos para ser asesinados en la desolación del desierto, eso es específico. Todos venimos de un mismo acto creativo, pero cada cual hace lo suyo con la creación: algunos son ecologistas, otros animalistas, y otros animales. Cada uno lee las promesas de Dios a su saber y entender.
Del “Bereshit” al final de “Noaj” políglota y confuso hay un proceso de decadencia. Los primeros pasos de Abram no apuntan sólo a una tierra prometida y un poco vaga e ideal sino a un proceso de creación de principios y valores ajenos al entorno. El camino de Abram, del cual somos herederos, no tendría sentido si el mundo no fuera tan imperfecto, confuso, y cruel. No en vano “Lej-lejá” incluye, entre otros relatos fascinantes, el de Sodoma y Gomorra. Este año 5784 Sodoma y Gomorra sucedieron en la frontera de Gaza.
La petrificación en sal de la mujer de Lot es la petrificación de miles de mujeres y hombres en todo Israel y todo el pueblo judío hoy. Como ella, entendemos que hay que mirar atrás, hay que mirar el espanto y el horror para saberlos. La inamovilidad es una consecuencia inevitable. Abram seguirá el camino, se transformará en Abraham, Saray en Sara. Dios prometerá proteger también a Ismael.
Lamentablemente, la el libro de “Bereshit” está lleno de hermanos que se odian. El odio siempre trae consecuencias, y uno de los hermanos debe prevalecer. La historia bíblica es nuestra, de modo que nosotros prevalecemos, pero no por ello somos ajenos al entorno, al sufrimiento, ni a la vocación de justicia que Abram manifestará en Génesis 18:25: “¿No ha de hacer justicia el Juez de toda la tierra?”
La lectura semanal de la Torá de estas semanas fatídicas no hacen otra cosa que interpelarnos sobre lo que estamos viviendo: ¿Qué es caminar en el desierto? ¿Qué es ser justo? ¿Qué supone un hermano como Ismael? ¿Qué supone saberse o sentirse “elegido”? Los niños y los muertos en general durante el sábado 7 de octubre, cuando debíamos comenzar a leer estos capítulos en un nuevo ciclo anual, tienen poco de “elegidos”. Son víctimas como lo fueron Ismael e Isaac, pero Dios no llegó a tiempo para salvarlos.
Ismael e Isaac seguirán caminando como su padre común, pero más vale que tarde o temprano el resentimiento del primero de lugar a una fraternidad si no idílica, por lo menos posible. Caín no puede seguir matando a Abel por siempre.
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