La tragedia de la guerra, la violencia y la impotencia kafkiana
Esteban Silva*, para Radio Jai [1]
En las cortas 350 páginas que completó en vida, Franz Kafka reflejó la constante contradicción del ser humano y la impotencia de su ser interno frente a lo externo; la frustración de nuestros entretelones al enfrentar una realidad que nos moldea, presiona y domina. El prominente escritor judío checo nos ubica en el llamado “absurdo de la vida”, en el que simbólicamente sus personajes se ven permanentemente zarandeados y desvalidos frente a instancias ocultas e incontrolables; esto es, la condensación de los sentimientos encontrados y el efecto del mundo que nos rodea sobre ellos, llevando al hombre a sus límites desconocidos cual insectos.
Es por esa impotencia contradictoria que aún pasean en mi mente las ideas para iniciar este relato, guardado en mi archivo después de dos meses y medio. Quisiera que este fuera el prólogo de un nuevo análisis militar exhaustivo, o una nueva crónica sobre la cotidianeidad de la vida israelí en la política, diplomacia, música o incluso deporte. Pero en momentos tan complicados, faltan las palabras y sobran los pensamientos; no hay explicaciones válidas, sino tan solo una confesión a corazón expuesto.
Han pasado 81 días desde la fatídica mañana del 07/10. Como en una pesadilla sin fin o la trama de una aterradora película de terror, recibía desde Israel los reportes de la trágica infiltración terrorista fundamentalista que acabó con 1400 vidas inocentes, se llevó a 240 civiles desarmados de todas las edades e inició un nuevo episodio de este conflicto interminable.
¿Cómo enfrentarse a un entorno adverso para explicar en breves palabras el tan mentado “lenguaje de Medio Oriente? ¿Cómo sobreponerse a la ansiedad tan personal para informar “objetivamente” el conflicto que amenaza aquel lugar que alguna vez fue también mi casa?
El conflicto que he vivido. Crónica de una crítica sin final
Crecí educado en una desinformación no intencional sobre el conflicto, asumiendo la irritante posición que hoy evidencia Occidente: la insoportable necesidad de “estar en el lado correcto de la historia”. Retrocediendo en el tiempo, me convenzo de que es lo que toda persona “civilizada” (bajo nuestros estándares) haría si aprende desde siempre la historia unilateral de un “incesante genocidio”, donde la única lógica aplicable es la de “opresor y oprimido”: un villano totalmente deshumanizante, y un héroe cruelmente deshumanizado. Con este contexto llegué becado en 2021 a un Israel herido por el conflicto en Gaza, que acababa de quitarle a Benjamín Netanyahu su sitial privilegiado como hombre fuerte del país. Jamás olvidaré las razones de mi defensa cerrada del Estado de Israel: experimentar la integración cultural, la libertad político-religiosa y el desarrollo de un país surgido del desierto, únicamente con la fuerza y sentido comunitario de sus noveles habitantes.
Sin embargo, pienso con mucha tristeza y ansiedad que el Israel que conocí hoy no existe más. El ataque traicionero de Hamás acabó con el paradigma del “país invencible”: un grupo de abigeos retrógradas financiados con petrodólares fue capaz de planificar arteramente un ataque al corazón del país con la mejor seguridad militar del mundo. Fallamos todos: desde la inteligencia artificial que es capaz de detectar las amenazas, hasta el propio gobierno que no fue capaz de prever una situación tan crítica; mención aparte a la casta política que había dividido al país en torno a una reforma judicial con tintes totalitarios. Es cierto, la masacre no es culpa de sus víctimas, pero es totalmente cierto que los enemigos de Israel sabían que la debilidad de la nación estaba en sus ánimos políticos caldeados.
Y mientras “renombrados académicos” y “organizaciones no gubernamentales” intentaban explicarnos nuestra propia tragedia, no pude evitar pensar -para mis adentros- que esta emboscada podría haber sucedido en cualquier momento. En una sociedad víctima de un trauma innato propio de una guerra permanente, dos pueblos hermanados y a la vez tan diferente vivían “juntos, pero no revueltos”, bajo la amenaza perpetua de la confrontación violenta.
Pienso entonces, en las incontables clases que llevé en Tel Aviv sobre los traumas intergrupales y cómo los episodios de crisis alientan el crecimiento del apoyo a las reacciones violentas (la psicosis freudiana). Recuerdo a los amigos que hice en ambos lados del muro, en Israel y Cisjordania: gente de gran corazón que me hablaba del sueño ideal de la paz a su forma.
Rememoro los dolorosos episodios que me tocó documentar con mis propios ojos: un grupo de jóvenes árabes atacando con piedras un carro de la policía israelí en la Puerta de Damasco el día de mi cumpleaños, detenidos por la policía; pero también a los ultraderechistas del colectivo Im Tirtzu hostigando a los estudiantes árabes de mi universidad frente a mi casa en Ramat Aviv, el día que conmemoraban la Nakba de sus antepasados. Vuelven a mi memoria la imagen de las granadas que se venden como juguetes para niños en los campos de refugiados en Nablus, pero también los gigantescos puestos militares para cruzar los asentamientos israelíes en la zona y las interminables revisiones para poder regresar a Israel. Los malsonantes gritos xenófobos contra los árabes en el Día de Jerusalén, pero también las proclamas antiisraelíes de estudiantes árabes en las propias universidades israelíes durante sus protestas. La tensión de las detecciones de metales para entrar al Kotel, y la presencia militar en las puertas de Al Aqsa. La ansiedad por correr a un refugio subterráneo en un minuto durante los ataques de la Jihad Islámica y los estallidos de bombas en el mar a pocos kilómetros de mi apartamento, pero también la destrucción de casas beduinas en la zona de Be’er Sheva para “reforestar la zona”. ¿Quién podría haberlo imaginado?
Evalúo mis propios pensamientos y reconozco que el trauma intergrupal ha pasado por mí: que mientras estudio, escribo y enseño, mis posiciones se han radicalizado, y he llegado a deshumanizar al diferente. Pero esa misma impotencia se vuelve hacia mí al recordar a mis amigos convocados al ejército por la emergencia. A los familiares de mis allegados que fueron asesinados en los kibbutzim del sur de Israel, y a los secuestrados que permanecen en manos de los terroristas; en un país tan pequeño y relacionado, todos conocemos a alguien que sufrió la desgracia a su manera.
Y mientras Occidente -en el máxime de su síndrome de Estocolmo- blanquea la masacre y justifica a los asesinos bajo la narrativa retrógrada de la “colonización”, suenan en mi cabeza las dolorosas palabras de Tehilim 42:
Cuántas veces he dicho a mi roca, “¿Por qué me has abandonado?
¿Por qué debo caminar en tristeza por causa de la opresión de mis adversarios?
Como una espada en mis huesos son los insultos de mis atormentadores,
Cuando ellos me injurian todo el día: ¿Dónde está tu D-os?
Palabras que recuerdan a los dos anteriores Estados judíos que existieron en el Levante Mediterráneo, y el trágico final de cada uno de ellos. De los destierros y los sucesivos pasos de romanos, macedonios, mamelucos, persas, otomanos y británicos sobre Eretz Israel. Que traen a la memoria el rechazo al pueblo judío en la Europa de la Edad Media, y la tan familiar historia de la expulsión de los Bnei Anussim de España y Portugal en los años del descubrimiento de América. Versos que resuenan como una pesadilla al pensar en los millones que murieron durante la Shoá habiendo perdido todo rasgo de humanidad en una guerra genocida, y de todos aquellos que partieron sin haber conocido la tierra libre en Sión y Jerusalén.
Pienso en las generaciones de niños israelíes que crecerán habiendo conocido el terror del odio étnico, el asesinato y el cautiverio incluso antes de perder la inocencia. De la misma forma, en los niños palestinos que madrugarán a la vida criados en ese odio visceral en nombre de un credo o una prédica política, sufriendo las consecuencias de la operación militar en carne propia y teniendo como único mensaje de supervivencia la tragedia, el hambre y el resentimiento, mientras aquellos que deberían protegerlos eligen callar o apoyar a los asesinos. Me pregunto qué pasará por las conciencias de aquellos que genuinamente luchan por la paz y el entendimiento intercultural, a quienes frecuentaba en nuestras veladas en Tel Aviv; incluso en aquellos militantes del movimiento kibbutzim, que trabajaban por la normalización y tenían como ideal el establecimiento de dos Estados en las postrimerías de tierras adversas y hostiles.
Pasan las preguntas por mi cabeza, y recuerdo una de mis canciones favoritas del rock israelí: Yachol Lihiyot Sheze Nigmar (Podría haberse terminado). Compuesta en 1973 por Yehonatan Geffen e interpretada por el siempre magnífico Arik Einstein, este tema era un himno a la desilusión de la juventud israelí tras la Guerra del Yom Kipur. Haciendo referencia a los símbolos fundacionales de la cultura nacional israelí (Alterman, Bialik, Yaron Zehavi, Palmach, entre otros), Geffen buscaba explicar la gran brecha generacional que separaba a la cohorte fundadora de la generación siguiente, educada en la búsqueda de la paz y la reivindicación nacional. Y la letra reza los siguientes versos:
Dicen que este era un lugar feliz antes de que yo naciera,
y que todo era muy simple antes de que yo llegara (…)
Vinimos a esta tierra a construir y construirnos, porque esta tierra nuestra es.
Aquí donde ves el pasto, solo había mosquitos y pantanos,
dicen que aquí una vez existió un gran sueño, pero cuando llegué encontré nada.
¿Podría haberse terminado?
Leo a personas que tenía en gran estima hablar de “globalizar la intifada”, pero también a otras personas asegurar que “Meir Kahane tenía razón”. Se intercalan las opiniones: aquellos que aseguran que “Israel es un estado genocida y criminal”, pero también los que proclaman que “hay que convertir Gaza en una playa de estacionamiento”. No hace falta hacer un breve scroll por las pantallas en redes para cruzarse con afirmaciones como “Muerte al Estado de Israel” o su contraparte, “la única forma de negociar con los palestinos es una bala”.
¿Qué futuro existirá el día que se bajen los cañones y se acaben los misiles? ¿Habrá terminado la desgracia para ambos lados, o será el comienzo de una nueva tragedia futura? ¿Se negociará una solución de dos Estados o se avecinará una nueva invasión? ¿Se habrá terminado realmente el fundamentalismo islámico que Hamás infundió, o se difundirá a la luz de un nuevo “martirologio”? ¿Podrán los políticos israelíes volver a darse la mano en aras de la honestidad para liderar a una nación en crisis?
Como en una novela de Kafka, las contradicciones de un humano común y corriente como yo seguirán carcomiento a este personaje. Emulando al prodigio checo, esta visión propia del conflicto es una exposición sin interrupción de los temores más profundos que se entrecruzan en este razonamiento. Hasta entonces.
[1] Politólogo. Master of Arts (c) en Estudios Migratorios por la Universidad de Tel Aviv, Israel.
Foto de Portada:
Foto que me fue tomada desde la casa cristiana de la Domus Jerusalén el 17 de abril de 2022. Se aprecian el Domo de la Roca y el Muro de las Lamentaciones en el fondo.
Aquel día coincidieron en la misma fecha el Pésaj, la Pascua cristiana y el fin del Ramadán musulmán. (Archivo personal)
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