Una crónica de la Israel en guerra
Por Silvia Mercado
Uno puede llegar al Aeropuerto Internacional Ben Gurión, vecino a Tel Aviv, y no encontrar nada extraño. El aeropuerto funciona con forma impecable, como siempre. Los locales están abiertos. Hay pocos pasajeros, es verdad. Traccionado por la aerolínea de bandera El Al, el Ben Gurión funcionó siempre como un aeropuerto de conexión desde los más diversos países al Medio Oriente. Ahora solo llega la compañía israelí y, excepcionalmente, algún vuelo de Etiopía o Egipto. Se espera que Lufthansa lo haga a partir del 1º de abril, acuerdo que es comentado por los israelíes casi como un logro diplomático.
Al salir del aeropuerto, todo funciona. Taxis, combies, buses. El magnífico tren que conecta todo el Estado e incluso llega a la Terminal 3 del Ben Gurión, sigue en sus horarios habituales y con rigor británico.
Los restaurantes están repletos. Las universidades, abiertas. Las fábricas no paran. Las escuelas imparten sus clases normalmente. Los campos siguen produciendo alimentos. Al centro de Tel Aviv es casi imposible llegar por la cantidad de tránsito y las obras de un tren “ligero”, algo así como un subte (ya que se desarrollará bajo tierra en algunas zonas) para el transporte masivo en el área metropolitana.
En los hoteles no hay plazas disponibles, aunque están dedicados a dar alojamiento a las familias de los kibutzim que debieron abandonar sus hogares, en la mayoría de los casos destruidos por las bombas, grandes y saqueos del 7 de octubre, cuando los terroristas de Hamas ingresaron a sus territorios desde la Franja de Gaza. El Estado es el que paga la cuenta por un año.
Ahí, en el turismo, es donde existe el mayor impacto económico directo. La industria concentra el 30% de los empleados y su compleja cadena de trabajadores está viviendo del subsidio estatal.
La ciudad vieja de Jerusalem, patrimonio de la humanidad que tiene un profundo sentido místico tanto para el judaísmo, el cristianismo y el Islam, que a diario recibía miles de turistas de todo el mundo y de todas las religiones, hoy está vacía. Los infinitos locales que venden desde un kipá hasta humus al vacío, están cerrados.
Solo caminan por sus calles los que viven en los barrios entre muros de ésta, una de las ciudades más antiguas del mundo, un área de 0.9kilómetros cuadrados donde conviven el Muro de los Lamentos, el Santo Sepulcro y la Mezquita de Al-Aqsa.
Pero si no se pasa por la Ciudad Vieja, pareciera que la vida sigue igual. Como si no hubieran asesinado a 1200 personas y no estuvieran, todavía, más de 100 personas secuestradas, algunas tan jóvenes como Kfir, el bebé que cumplió un año en cautiverio.
Detrás de la escena
Basta cruzarse en un saludo para que la dura realidad se haga presente. Cada uno tiene un drama para contar. Una amiga asesinada, un pariente en el frente, un hermano herido. El israelí se da normalmente a la charla. Ahora necesita hablar, explicar cómo se siente, dar sus opiniones, criticar al Primer Ministro porque no vio lo que se venía, cuando estaba a la vista de las soldadas de inteligencia que alertaban de movimientos extraños, avisos que -está probado- no fueron tomados en cuenta.
Lo que antes era seguro, que el ejército protegería a la población, falló. Y esa constatación destrozó la confianza israelí y muchos creen que nada volverá a ser igual, a pesar de la excepcional e incomparable resiliencia del pueblo israelí.
A su lado, Roni Kaplan, le pedía disculpas en nombre del ejército en su calidad de reservista y vocero en español. “Aquí fue donde el ejército llegó más tarde, pasadas las 4pm, cuando los terroristas ingresaron pasadas las 6am. Los que se salvaron de la muerte y el secuestro tuvieron que tolerar después la llegada de -calculamos- 300 personas que saquearon las casas”, explicó.
El profesor de la Universidad de Tel Aviv, el uruguayo-israelí Alberto Spektorowsky, lo pone así: “Yahya Sinwar (el líder de la organización terrorista Hamas en la Franja de Gaza) nos conoce muy bien. Estudió nuestra historia en universidades occidentales y nos viene observando hace años. Sabe que los israelíes somos una sociedad occidental con derechos que iba a respaldar a su gobierno y a su ejército mientras la protegiera. Sabía que si entraba al territorio, asesinaba a cientos de nosotros, nos secuestraba, nos iba a dar un golpe muy duro, comparable al ataque a las Torres Gemelas”.
“El ejército es la columna vertebral del Estado de Israel. Sin eso, no existimos”, puntualizó.
En su análisis, “no hubo ninguna conspiración ni nada parecido en el ataque” como sospechan unos pocos israelíes, que siembran tantas dudas sobre el rol de Benjamín Netanyahu que hasta imaginan que pudo provocado un ataque para fortalecerlo en el poder. “De ningún modo puede suponerse algo así, lo que hubo es negligencia”.
Agregó que la falla más grande no fue tanto estratégica como técnica. “Nuestra seguridad estaba basada en la diferencia tecnológica con nuestros enemigos, pero esta guerra demostró que lo que necesitábamos es una infantería”, dijo.
Las discusiones sobre qué pasó, por qué, quiénes son los responsables, cómo seguir adelante, con quiénes, hacia donde, se dan en todas las mesas. Con un gin tonic o una Goldstar, la más popular cerveza de las israelíes en alguno de los bares de la Plaza Dizengoff, uno de los tantos espacios de intercambio de jóvenes que demuestran el alto grado de formación de los israelíes, un pueblo tan politizado como el argentino, quizás incluso más.
Hay quienes se quejan por la censura en los medios de comunicación, pero Radio Jai no pudo comprobar nada parecido. Los canales de noticias, diarios, portales y radios de todos los formatos tecnológicos es incontable. Cada uno tiene sus propias opiniones y a veces son muy distintas en el mismo medio. Seguramente alguna información de seguridad nacional no trasciende ni se deja trascender, pero -en fin- hay una guerra.
Incluso más. A diario hay protestas frente a la casa del Primer Ministro que curiosamente está sobre la calle Aza (Gaza), en Jerusalem. Cuando empezaron, se podía llegar hasta la puerta. Con el paso de los días se le puso un cordón de seguridad a una cuadra y media.
Hasta ahí llegan los manifestantes con sus altoparlantes cantando consignas contra Netanyahu (“vos sos responsable”). Una vez por semana, generalmente los sábados por la noche, las movilizaciones son multitudinarias. A veces, también, se juntan para ir a protestar a Cesárea, donde está la casa particular del primer ministro, donde suele estar su esposa y su hijo.
Es que en el Estado de Israel se vive en democracia. Imperfecta, como cualquier otra, pero con la guerra los israelíes seculares ya no temen porque se termine el respeto de sus libertades ante el avance de los sectores ultraortodoxos en el gobierno.
Cómo sigue esto
En medio de esta fenomenal crisis, Netanyahu dio marcha atrás con la reforma judicial, dándole la razón a los que protestaban por esa avanzada que no tenía otro sentido que fortalecer a los sectores menos democráticos de la sociedad a cambio de sostenerlo en el poder. Hoy, él mismo no sabe si continuará o no cuando se termine esta crisis, que promete ser larga. Pragmático, ambicioso y audaz, es capaz de lograrlo.
Pero nadie sabe cuánto tiempo llevará el regreso a la normalidad. Quienes protegen el territorio israelí en la frontera con el sur del Líbano, tomado por la organización terrorista Hezbollah, temen siempre lo peor. “En cinco minutos puede estallar la guerra aquí, la tensión se siente en el aire y desde el otro lado tiran cohetes día por medio, esperando nuestra reacción intempestiva”, asegura el reservista Guidi Harari, líder del grupo de emergencias de un moshav (comunidad similar al kibutz, aunque con propiedad privada) ubicado junto a la reserva natural de Hermon Stream (Banias), y a 2.5 km. del Líbano.
Mientras tanto, el pueblo israelí sigue viviendo. No percibí que tuvieran miedo a morir, sino a la muerte del ser querido. Están desesperados por los rehenes. Aún los más fríos pretenden que el ejército solo destruya los túneles o edificios donde hayan comprobado que no haya secuestrados. Pero la espera se está haciendo insoportable y mina el ánimo.
No tanto, de todos modos. Primero, por la ya conocida resiliencia de este pueblo que viene cargando las cargas más pesadas en su extenso caminar por la humanidad. Pero también porque aman su Estado, ese pequeño territorio de democracia occidental rodeado de muchos que quieren que el Estado de Israel desaparezca.
Es que los israelíes todos los días lo eligen para vivir, ellos y sus hijos. Vienen de infinitas diásporas, tantas, que ahora no se van a mover de donde están. Quizás por eso siguen ahí y no se van. Incluso vuelven muchos de los que estudiaban o trabajaban en el exterior.
¿A qué? A defender a Israel y defenderse: contra amenazas, muertes e incomprensiones. En fin. A seguir peleando contra el antisionismo, que en el siglo XXI, es el antisemitismo que tienen que padecer.
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