Padres y madres palestinos e israelíes, desde la mirada peruana
Definir quién tiene la razón en un conflicto entre países, más aún si involucra guerras, es un imposible social. Basta preguntarse por la visión de chilenos y peruanos sobre la Guerra del Pacífico, la de rusos y ucranianos sobre la guerra Rusia-Ucrania, la de los argentinos e ingleses por Las Malvinas, o la de los israelíes y palestinos en el Medio Oriente. Cada uno analiza el conflicto desde su relato nacional y razones. Quizá lo único que tienen en común es la intervención de mediadores hábiles capaces de producir un alto de fuego, que en ocasiones puede ser intermitente y en otros llevar a acuerdos de paz (como los países al final de la 2da Guerra Mundial o Israel con Jordania y Egipto).
Los analistas, periodistas, productores de videos dramáticos de parte, si bien nutren la descripción de lo que ocurre procurando algún tipo de entendimiento o expresión de identificación con alguna de las partes, no sustituyen lo que ocurre en la mente de cada uno de los actores directos involucrados.
Una de las cosas que en lo personal como peruano me tienen tomado en mis tribulaciones diarias es el sentir de papás y mamás con un hijo o hija afectados directamente por el conflicto actual en el Medio Oriente, tanto del lado palestino como del israelí.
Los políticos y decisores hablan y actúan en función del relato (a veces fanático) con el que se identifican sobre los derechos históricos, religiosos y políticos de sus naciones y la manera de encararlos. Pero los padres, sean israelíes, palestinos o peruanos, lo que quieren es que sus hijos vivan sanos y libres y realicen sus propósitos personales para vivir felices. Eso incluye a aquellos cuyos hijos luchan en una guerra como soldados o guerreros, exceptuando a quienes celebran sus muertes como expresión máxima de su devoción por su dios.
Hay una dimensión casi sin solución que está en el drama de cada decisor que tiene un gatillo. Trataré de hacer una analogía que lo ilustre. Supongamos que hay una disputa por un terreno que posee la familia A que según ella ha sido ocupado ilegalmente por la familia B. Los mediadores no logran cerrar esa disputa. El padre de la familia A secuestra a los hijos de la familia B (incluyendo bebes de 6 meses a 3 años e hijas jóvenes) y los retiene en su hogar hasta que B devuelva el terreno en disputa. El padre de la familia B le dice que los hijos no pueden ser piezas de intercambio político o territorial, es inaceptable que estén maltratados, sometidos a hambre y violaciones, sin atención médica, y tienen que liberarlos de inmediato bajo pena de tomar acciones de fuerza. El padre secuestrador A dice que, si el padre B de los secuestrados toma acciones de fuerza, morirán no solo el secuestrador sino su esposa, ancianos e hijos menores que están junto a él en la misma sala que impide el acceso a los secuestrados (que eventualmente también podrían morir). Sostiene que, por su convicción sobre su derecho al terreno en disputa, no liberará a los secuestrados, así tenga que morir.
El jefe de la policía les pregunta a los padres de los niños secuestrados que están teniendo experiencias terribles de hambre, golpes, maltrato, hijas violadas, ¿qué hacemos? ¿Una interminable negociación durante la cual sus hijos seguirán siendo maltratados hasta morir inclusive o, una acción de fuerza que podría liberar a sus hijos, pero en la que de seguro morirán el secuestrador y algunos de los familiares que están con él?
Si Ud. fuera uno de los secuestradores, o el padre o la madre de los secuestrados, ¿qué haría?
¿Cuál sería su decisión correcta? ¿correcta para quién?
Lo deseable es una solución inmediata que suponga un gana-gana. Pero en la práctica, cualquier solución será un pierde-pierde. Regresando al Medio Oriente, solo queda aspirar a que sea la conclusión que sea, aunque no borre el dolor ya acumulado, implique la menor continuidad y perpetuación del dolor que esto genera. Quien sabe el rol de los mediadores sea lograr eso, a la brevedad, por más que sea una pausa para el duelo hasta la próxima confrontación, que en los casos de las guerras entre naciones parece inevitable, por una razón adicional…
En las disputas judiciales y en particular la de los divorcios, los únicos que ganan son los abogados de ambos lados, a quienes conviene un conflicto extenso. En las guerras, los grandes ganadores son los vendedores de armas a quienes convienen los conflictos militares. En el Medio Oriente, tener control de los recursos petroleros es una garantía de grandes negocios y sostenibilidad de sus economías. En la preservación de un medio ambiente sustentable para evitar los tremendos costos de los daños por cambio climático, los grandes ganadores que se oponen a la regulación son los fabricantes de productos de alta demanda, aunque produzcan desperdicios contaminantes. Hay una dimensión humana en la que la codicia de las empresas o las conveniencias políticas de los decisores, pueden llevar a dañar o hasta sacrificar vidas de terceros con tal de beneficiarse en sus intereses personales.
En un mundo así, ¿cómo hacemos para vivir en paz, cuando la paz no es un propósito compartido por los líderes y decisores de nuestra civilización?
La paz sería posible si tuviéramos el reverso de la moneda. Es decir, dirigentes políticos, empresarios, decisores que tienen ese propósito a la vista. Allí es donde la elección de dirigentes desprendidos y sensibles a las necesidades humanas puede jugar el rol promotor de la paz mundial. Ese es el reto de cada país, en la elección de sus dirigentes y en el diseño de una educación que haga del bienestar colectivo un valor medular. En la medida que se sumen países con esas características, al menos entre ellos habrá menos disputas, menos dolor, más bienestar y más progreso compartido.
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