Antisemitismo: la prueba ácida de la democracia
Como estudioso de las religiones, me he preguntado por qué el actual Papa Francisco se ha convertido en una de las figuras más cuestionadas dentro de la Iglesia Católica y fuera de ella en el último siglo. Su liderazgo ha despertado críticas tanto de sectores católicos que llegan a descalificarlo por desviacionista como el cardenal Raymond Burke y el obispo Joseph Strickland, como de líderes políticos, siendo el caso más emblemático el del presidente argentino Javier Milei. Éste ha acusado al Papa Francisco de promover el comunismo y de tener afinidad con dictadores como Fidel Castro y Nicolás Maduro. En diversos programas de radio y televisión Milei acusó al Papa de “comunista”, de “encarnar al maligno” y de ser “un imbécil…». Esta polarización es reveladora de un Papa que, lejos de inspirar unanimidad moral, deja en muchos la sensación de priorizar la corrección y comodidad política circunstancial sobre la ética.
Un ejemplo especialmente dramático y doloroso es su postura frente al conflicto entre Israel y las organizaciones terroristas Hamas y Hezbollah. En lugar de condenar las atrocidades de estos grupos radicales islámicos que con acciones genocidas dieron inicio al actual ciclo de violencia en el Medio Oriente, ha emitido declaraciones que cargan sobre Israel la responsabilidad de este conflicto. Desconoce premeditadamente el declarado postulado de los agresores respecto a la ilegitimidad de la existencia de Israel y su afán de usar todos los medios para eliminarlo del mapa.
En extractos de su nuevo libro, «La esperanza nunca decepciona. Peregrinos hacia un mundo mejor», el Papa Francisco se identifica con los ataques contra Israel, aunque usando a terceros al decir que «según algunos expertos, lo que está sucediendo en Gaza tiene las características de un genocidio». Anteriormente, había calificado los ataques israelíes como «inmorales» y «desproporcionados». En el afán de quedar bien con el mayoritario mundo islámico y con los medios de prensa europeos que dependen de su financiamiento, abandona un liderazgo moral que el mundo esperaría de él para convertirse en un oportunista más que se acomoda a lo “políticamente correcto”.
Es difícil no sentir indignación al escuchar tales palabras de un líder que, en teoría, representa los más altos valores de justicia y paz a los que aspira el mundo católico, pero que con su conducta se convierte en el vocero del siglo XXI del antisemitismo heredado de las cruzadas, la inquisición y hasta el mismo Holocausto.
Más allá de su cuestionada figura, cabe anotar que este episodio pone de relieve cómo es que el antisemitismo se convierte en una prueba ácida de la democracia. Cuando una sociedad enfrenta una crisis, se revela su verdadero carácter. ¿Responde con madurez y justicia, pondera razones y argumentos, o recurre con ligereza al chivo expiatorio más accesible?
El antisemitismo ha demostrado ser históricamente una «cabeza de playa» para la normalización de discursos y políticas de exclusión, que luego se extienden a otros grupos. En la Alemania nazi, la persecución inicial contra los judíos se amplió rápidamente a gitanos, personas con discapacidades, homosexuales y opositores políticos. De manera similar, la Inquisición Española, que comenzó atacando a los judíos conversos, terminó persiguiendo a moriscos, protestantes y cualquier disidente religioso. Los pogromos en Rusia y Europa del Este no solo masacraron a las comunidades judías, sino que también contribuyeron a reforzar sistemas represivos que luego se dirigieron contra intelectuales, activistas políticos y campesinos. En la era de los nacionalismos europeos, el antisemitismo fue un precursor de los ataques contra otras minorías étnicas, como los armenios o tártaros. En tiempos contemporáneos, los neonazis no solo perpetúan el odio hacia los judíos, sino que lo expanden a inmigrantes, afrodescendientes, musulmanes y miembros de la comunidad LGBTQ+. Incluso regímenes como el iraní, que instrumentalizan discursos antisemitas, los complementan con la persecución de cristianos, bahaíes y otras minorías religiosas. Estos ejemplos reflejan cómo el antisemitismo establece un modelo de exclusión que fácilmente se convierte en una herramienta para justificar el odio hacia otros, consolidando así ideologías y regímenes opresivos. Si es legítimo descalificar a los judíos, ¿por qué no a los africanos, árabes y demás?
Lo alarmante es que las sociedades no entienden que eso ya está pasando. Basta ver las crecientes corrientes xenofóbicas, ultranacionalistas y racistas que recorren Europa y el crecimiento de gobernantes y líderes políticos anti-inmigratorios, para darse cuenta de lo que se viene. Diversos países de Euorpa ya enfrentan una creciente xenofobia hacia los musulmanes y africanos. Viktor Orbán (Hungría), Matteo Salvini (Italia), Marine Le Pen (Francia), Geert Wilders (Países Bajos), Santiago Abascal (España), Robert Fico (Eslovaquia), entre otros.
Así como en las democracias se controlan los monopolios económicos que buscan eliminar la competencia para dominar el mercado, en las democracias se controlan las tendencias polarizadoras que procuran eliminar ideológicamente al diferente para imponer una visión única. La democracia pierde cuando el diálogo es reemplazado por el ataque, y las convicciones democráticas se diluyen ante el populismo del odio. La democracia pierde cuando en un campus universitario, en nombre de la libertad de opinión y la convivencia democrática, se ataca los estudiantes judíos por el solo hecho de serlo y se impide escuchar la voz de los israelíes.
El antisemitismo, entonces, no es solo un síntoma de intolerancia hacia los judíos; es un indicador de la fragilidad democrática de una sociedad. Cada vez que el prejuicio triunfa sobre la convivencia, cada vez que entre todas las guerras y represiones violentas contra minorías se escoge hablar solamente de Israel como agresor, la democracia sufre una derrota, como ha ocurrido esta vez.
En esta prueba ácida, la humanidad aún tiene mucho por aprender.
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