Discusión sobre el cese de fuego en Ucrania

Por Ricardo López Göttig
El presidente Donald Trump, en su segundo mandato, parece más empeñado en hostilizar a los tradicionales aliados a los Estados Unidos que en seguir poniendo límites a las autocracias, como es el caso de Rusia en su invasión a Ucrania. No sólo él y gran parte de sus funcionarios adoptaron la narrativa rusa en torno al conflicto, en un giro que ya era previsible durante la campaña electoral estadounidense, sino que tomó medidas que deterioraron el despliegue militar ucraniano al cerrar el suministro de material bélico y de inteligencia, lo que ayudó a que las fuerzas rusas y norcoreanas pudieran recuperar gran parte de la región del Kursk, una pieza de negociación de territorio que se había ganado el año pasado.
En este contexto de alejamiento que ya parece inevitable entre los Estados Unidos y Europa –entendida ésta como la Unión Europea y el Reino Unido-, además de la retórica contra la independencia de Canadá, lleva a que los socios de la OTAN contemplen a este paraguas defensivo como irreparablemente roto, que deberá ser reemplazado por uno nuevo. La OTAN se había fortalecido con la incorporación de dos países hasta entonces neutrales, como eran Suecia y Finlandia; hoy, es el propio presidente Trump quien se estaría encargando de desarmar la alianza atlántica día a día.
Lo cierto es que todas las partes quieren un cese de fuego. Vladímir Putin lo necesita, aunque se tome su tiempo y plantee cada vez más exigencias en la mesa, para reconstituir la economía y, sobre todo, sus propias Fuerzas Armadas tras más de tres años de guerra. Para Ucrania es una cuestión vital, pero en tanto el cese de fuego no signifique su virtual desaparición como nación soberana e independiente, lo que sería una rendición con consecuencias catastróficas. Es por ello que el presidente Volodímir Zelenski reclama garantías reales y concretas, no como las del Memorándum de Budapest de 1994, en el cual Rusia se comprometió a respetar la integridad territorial y la independencia de Ucrania, que luego quedó en letra muerta. A Trump no le interesa el continente europeo y se centra, cada vez más, en América del Norte y en presionar a Canadá, Groenlandia y Panamá para agrandarse a sus expensas, volviendo a la lógica expansionista del siglo XIX. Nada indica que termine aquí, ya que recién está comenzando su segundo período. En la región del Asia Pacífico, los aliados de los Estados Unidos miran con creciente preocupación el alejamiento respecto a Europa, y con razón temen que podrían llegar a ser los próximos, para ganancia de la República Popular China.
Ya son muchos los analistas que anticipan un posible escenario de tres bloques: Estados Unidos, Rusia y China, cada uno ejerciendo el dominio sobre sus áreas de influencia, y el resto librado a su suerte entre el tironeo de estos tres. Si bien es un escenario posible y al que cabe prestar atención, aún es temprano para aseverar que este es el futuro. Pero sí resulta claro que la política exterior, de defensa y de seguridad de los Estados Unidos ya no es más una política de Estado, bipartidista, y que el repliegue precipitado de este país deja una serie de vacíos que otros actores globales se encargarán de llenar.
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