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Marcar la respuesta correcta no significa haber aprendido

Profesor León Trahtemberg Reproductor de audio

En el mundo educativo, hemos confundido el ritual de la evaluación con el logro del aprendizaje. Basta ver cómo estudiantes, padres e incluso instituciones celebran una calificación alta en el SAT, las pruebas PISA o los exámenes estandarizados escolares, como si un número reflejara dominio real. Pero la cruda realidad es que aprobar un examen de opciones múltiples pre establecidas no siempre equivale a aprender, y los formatos rígidos de evaluación llevan décadas engañándonos.

Tomemos el SAT, ese temido filtro universitario en EE.UU. Un alumno puede marcar la respuesta correcta en reading comprehension sin entender el texto, usando trucos como “eliminar las opciones incorrectas”. O peor: en matemáticas, memorizar fórmulas o “problemas tipo” para aplicarlas mecánicamente, incapaz de explicar su razón de ser. La letra «C» en el cuadernillo no es sabiduría; es, a menudo, una superstición entrenada.

Las pruebas estandarizadas, diseñadas para medir «competencias», terminan midiendo resistencia al estrés o capacidad de adivinación estratégica. En 2019, un estudio de la National Education Association reveló que el 60% de los profesores admitía dedicar clases a «entrenar para el examen», no a profundizar en los temas. El resultado: generaciones que resuelven ecuaciones y problemas tipo de memoria, pero se bloquean ante un problema real que exige creatividad.

En España, la Selectividad (ahora EBAU) ejemplifica otro drama. Muchos repasan frenéticamente fechas históricas o listas de literatura días antes, las vomitan en el examen y las olvidan al salir del aula. Aprobado, sí; cultura, no. Lo mismo ocurre con pruebas internacionales como PISA: países compiten por escalar puestos, mientras los alumnos no diferencian entre un argumento sólido y un lugar común.

Un caso simple: un niño puede responder correctamente en un examen que la capital de Francia es París, pero si luego no puede ubicar París en un mapa, entender por qué es una ciudad estratégica en Europa o explicar su influencia cultural en el mundo, ¿realmente ha aprendido algo? Del mismo modo, una niña puede marcar bien la fórmula para calcular el área de un triángulo, pero si no sabe cómo aplicarla para determinar cuánta pintura necesita para decorar una pared triangular en su casa, el conocimiento queda encerrado en el papel, sin vida práctica.

Otro ejemplo cotidiano: muchos adolescentes memorizan listas de irregular verbs en inglés para el examen escrito, pero al momento de intentar una conversación real, titubean, inventan palabras o se bloquean. Sabían marcar la opción correcta bajo presión, pero no internalizaron el idioma como herramienta de comunicación. Es ahí donde el sistema revela su verdadera carencia: formamos expertos en rendir exámenes, no en usar el conocimiento de forma viva y significativa.

A esto se suma la obsesión de varios países latinoamericanos por sus propias pruebas estandarizadas. En Chile, el SIMCE; en Argentina, las pruebas Aprender; en Perú, la ECE; en Colombia, las SABER; y en México, la prueba PLANEA (antes ENLACE). Todas ellas buscan diagnosticar el estado de la educación, pero terminan por alimentar rankings y presiones que deforman el sentido del aprendizaje. Por lo demás, los resultados se mantiene casi constantes a través de los años y solo están cumpliendo con una coreografía institucional

Y como si todo esto fuera poco, hay una trampa más de fondo: estas pruebas se concentran casi exclusivamente en Matemáticas y Lectura, lo cual envía un mensaje tan poderoso como engañoso: eso es lo único que importa. La música, el arte, la filosofía, la educación física, las habilidades interpersonales o el pensamiento ético quedan relegados a lo “decorativo”, a pesar de todas las promesas de una “educación integral”.

El filósofo Noam Chomsky lo resumió: «Si enseñamos a los estudiantes a pasar exámenes, no les enseñamos a pensar». Y ahí está el núcleo del problema: cuando el sistema premia el qué (la respuesta) y no el cómo (el proceso), el aprendizaje se convierte en una farsa transitoria.

El pretexto de la facilidad administrativa de aplicar las pruebas con respuestas para marcar desplaza la necesidad de evaluar si los alumnos realmente están aprendiendo y cómo lo están haciendo. Es más fácil plantear un “problema tipo” de matemática con dos minutos para marcar la respuesta correcta que pedir que expliquen ¿cómo calcularías el costo del combustible necesario para un viaje por tierra en un automóvil de Barcelona a Paris y cuál sería ese valor?. La diferencia es abismal: una mide memorización mecánica; la otra, aplicación crítica y solución práctica.

Urge divorciar la idea del éxito en exámenes con la de calidad educativa. Un test puede medir datos aislados; nunca curiosidad, pensamiento lateral o capacidad de debatir. Como sociedad, debemos exigir evaluaciones que valoren explicaciones orales, ensayos argumentativos o soluciones innovadoras a problemas cotidianos.

Mientras sigamos confundiendo saber con seleccionar, estaremos graduando a legiones de profesionales que resuelven tests impecablemente… pero no saben pensar. Y eso, en un mundo complejo, es un lujo que no podemos permitirnos.

Reproducción autorizada citando la fuente con el siguiente enlace Radio Jai

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